Día 1. Cinco horas y diez minutos de encierro. Empiezo a sentir náuseas. Jaime y María tratan de hablarme, a la vez, mientras procuro dejar listo un dossier de prensa. Ya han devorado las existencias de chocolate y un paquete de Príncipe que debía durar dos días. Ahora juegan al fútbol en el salón. Han tirado una botella de agua y las migas de las galletas casi no me dejan caminar. Acaban de chutarme directamente a la cabeza. No sé si podré resistir mucho más.
Día 2. 29 horas y 20 minutos de encierro. 7 de la mañana. He preparado mi café y me he sentado ante el portátil. Una voz me llama en el momento justo de posar mis labios sobre el vaso para tomar el preciado primer sorbo. Empezamos bien. Me he afeitado. Me ha dado por ahí, y ahora los niños me miran raro. María me pide una guitarra de rock para presentarse a Got Talent. Jaime me confiesa que lo suyo es el rap, e improvisa algunos versos en un espectáculo de música y baile al que asisto obligatoriamente y en el que me han prohibido mirar el móvil. Inma no para de enseñarme memes sobre el puto coronavirus. Me tomo un Nolotil mientras pienso en cómo escapar del Ejército cuando saque a los niños al campo. Porque pienso hacerlo. De lo contrario… Prefiero no pensarlo.
Día 3. 53 horas y 17 minutos de encierro. El ejército aún no ha tomado Huelva, pero ante la posibilidad de que una multa arruine aún más mi maltrecha economía, decido abortar la huida al campo. Nos queda la terraza. Subo, niños por delante, cargado con una bolsa azul de Ikea rebosante de juguetes. A los cinco minutos ya dicen estar aburridos. Jugamos con superhéroes y beyblades. Esas peonzas las ha fabricado el demonio. Después de comer he podido cerrar los ojos un total de 22 minutos, si contamos las cuatro pausas de cinco (una por cada uno de los ‘papi’ que me devolvían de la casa de Morfeo antes siquiera de llamar a la puerta). Después hemos cocinado algunos dulces entre gritos y trompicones. Idílico día familiar.
Mientras tanto, Inma y yo hemos ideado una forma de escapar del cerco policial.
Día 4. 77 horas y 48 minutos de encierro. Tal y como sospechaba, el Pasen es una mierda y el iPasen, peor. Se juntan 100 conexiones y ha petado. La primera hora de la mañana ha transcurrido sin incidentes, si obviamos las diez veces que, entre las 6 y las 8, he tenido que levantarme de la silla. A las 9 comenzó de nuevo la pesadilla, si es que alguna vez terminó. No importa que haya dibujos y un delicioso desayuno sobre la mesa: a cada segundo tengo las caras o las manos de alguno de estos dos entre mis ojos y la pantalla, así que decido dejar de intentarlo e irme a comprar el pan, pilas, cortauñas y el resto de cosas de extrema necesidad que se me van ocurriendo. Hoy he vuelto a gastarme dinero en revistillas y cartas para María y Jaime. Este confinamiento va a ser nuestra ruina. A la vuelta observo a Inma sufriendo la terrible presencia de los niños. Está a punto de estrangular a alguien, así que me retiro. Jaime y los amigos se hacen una videollamada y charlan (si los gruñidos y mugidos que hacen se pueden definir como charlar). Lo dejo con el Fortnite y subo con María a la azotea, a disfrutar de un puñetero vendaval que casi nos lleva volando cual virusín de tres al cuarto. Por la tarde han podido hacer algunas tareas. Todo empieza a rodar, incluyendo mis planes de huida. Porque ya tengo dos y los dos son muy buenos.
Día 5. 102 horas y 38 minutos de encierro. Hoy ha sido un día ajetreado. Esto del cole en casa está dando mucho juego. Os pongo en situación: mi salón (mi oficina) está en el cruce de caminos entre la habitación de Jaime (derecha) y María (izquierda). Así que mi condena de esta mañana ha consistido en ir del salón a la derecha, o a la izquierda, volver, hacer un conato de sentarme, ir al otro lado, volver, sentadilla, izquierda, volver, sentadilla… A media mañana ya me dio el reloj la enhorabuena por superar el reto del día. El trabajo como padreprofe no es bonito, os lo digo ya. No hagáis caso a esas fotos felices del Facebook porque os mienten. Los niños no sonríen ni te abrazan: gritan y se quejan, discuten, te dicen que eso no se hace así y que no sabes nada y ese tipo de cosas. En cuanto a lo otro: no he conseguido aún que se alineen las estrellas para que mi huida sea tal y como está planificada, así que de momento toca continuar entre estas cuatro paredes. Mientras tanto hay que entretenerse, así que hoy hemos hablado del coronaviru (que es como se dice aquí). María lo ha dibujado con cara de mala hostia y Jaime tiene claro que Pedro Sánchez es un mamón porque le ha prohibido salir. Entretanto, María sigue echando mocos como un caracol. No tiene mucha pinta de que sea el bicho, pero si lo fuera yo sería el portador número 1 después del estornudazo que me ha echado en la cara. De esos que empapan las gafas. Hoy no ha habido videollamadas y observo menos memes. Será por las tareas, digo yo.
Día 6. 126 horas y 43 minutos de encierro. Estoy resfriado y me duele la espalda. Este confinamiento está causando estragos en mi salud, en la física y sobre todo en la mental. Un instinto asesino se apodera de mí de cuando en cuando. Menos mal que el reloj no lleva pulsómetro. Si no, lo reventaba. Por cierto, también me estoy destrozando las rodillas de tanto levantarme, digamos que violentamente, para atender a mis dos alumnos, que en estos días parecen haber perdido todo el conocimiento adquirido en estos años de colegio.
Me pregunto cuándo el decreto de estado de alarma incluirá las salidas para comprar tinta de impresora, o si el de ayudas económicas incorporará alguna subvención para los cartuchitos de las narices. El bicho este nos va a arruinar de una forma u otra. Hablando de ruina, dicen que los chinos nos están mandando mascarillas, así que con tanto aburrimiento he tenido tiempo de desentrañar el ambicioso plan de China para conquistar el mundo. Un plan que incluye al coronavirus, a Xiaomi y que ya expondré cuando termine de unir las piezas.
Hoy, además de pelear absolutamente por todo (y cuando digo todo me refiero a todo, hasta la más absoluta nimiedad), Jaime y María han jugado juntos. Podría haber sido algo bonito, pero no. En cinco minutos han sacado juguetes que no sabía ni que existían, luego se han vuelto a pelear entre ellos, y después conmigo por pedirles que recojan el desastre (‘pedirles’… así parece que fue algo cortés y educado. Y no, no lo fue).
Con esto de las multas, el plan de huida se me está haciendo cuesta arriba. Pero lo conseguiré, no tengo ninguna duda. Mientras tanto, sigo oyendo las risas de todos aquellos de los que yo me reía por comprar papel higiénico a puñados. Se está poniendo difícil encontrarlo.
Día 7. 150 horas y 20 minutos de encierro. Contando peras, pastelitos y magdalenas he pasado parte de la mañana. También ha habido tiempo para repasar el uso de los dos puntos y por supuesto para trabajar. ¡Esto va viento en popa, claro que sí! En concreto, esta mañana he escrito un total de dos líneas de los dos textos de 500 palabras cada uno que debía tener hechos tempranito. Si os digo la verdad, sé que los he terminado pero no recuerdo lo que he escrito. Lo mismo los repaso antes de que el sueño me abata, por si acaso he mezclado entre líneas algún “estate quieto niño” o un “pelo, pila, pulpo”. Hoy en pensado que los padres también somos un poco soldados contra el bicho, como los sanitarios, los polis y todos esos héroes, aunque a otro nivel, claro. De hecho creo que en el tema este de los aplausos de las 8 también nos aplaudimos un poco a nosotros mismos.
Es el día del padre, será por eso que “papá” ha sido la palabra más escuchada esta mañana en mi casa. Al final he decidido que mejor me quedaba quieto en el trozo de pasillo situado entre las habitaciones de Jaime y María para responderles de lejos y no dar tantas vueltas, que estoy sacando unos gemelos que ni Roberto Carlos (el futbolista, claro, que el cantante no era de muchos gemelos). Anoche me dolían los pies, no exagero. María ha tosido cuando estábamos asomados al balcón y un tipo que venía de Chernobyl ha mirado hacia arriba con mala cara. Y ella, como es así, me ha preguntado muy sutilmente ¿¿QUÉ HACE ESE NIÑO CON ESO EN LA CARA, PAPÁ?? Creo que a algunos se les está yendo la cabeza, y pronto será peor. Unos hijos de 8 y 5 años les daba yo.
Por cierto, de momento sigo sin regalito por mi día. Aunque el mejor regalo es la presencia de mis hijos conmigo, constante, 24 horas al día, los 7 días de la semana de un tiempo aún por determinar. Qué más puedo pedir, ¿verdad? Al final hasta les cogeré cariño.
Día 8. 175 horas y 20 minutos de encierro. Una semana ya. Hasta se me ha hecho corta entre tanta pelea, tanto grito y tanta carrera. Ayer tuvimos una idea genial: podíamos preparar el salón para que los niños hicieran sus cositas del ‘cole en casa’ junto a mí, y así evitarme el maratón diario. La idea parecía buena, pero en la práctica ha sido incluso peor. Ir a un lado y a otro es la gloria comparado con escuchar a los dos a la vez protestando, preguntando o simplemente narrando en voz alta cada paso que dan, cada letra, cada número. Esta tarde hemos cocinado tortitas, y nos hemos hecho fotos para que parezca que somos felices. Como era de esperar, prácticamente no han comido ninguna, así que hemos tenido que hartarnos nosotros para no tirarlas. Acabaremos la cuarentena como la boya del Tinto. Lo bueno es que todos estaremos gordos y nadie piará.
Es viernes, pero llueve a mares, así que me hago a la idea de que no podemos salir y oye, se queda uno a gusto. El plan de esta noche es poner el cine en casa y tratar de que se acuesten lo antes posible, porque de todas formas van a madrugar. Es lo que tiene los fines de semana, que tendremos a los niños en casa. ¿Verdad?
Día 9. 198 horas y 35 minutos de encierro. Día de cumple. La mañana, bien, sin grandes alerdes de felicidad pero tampoco ha sido la guerra. Parece que vamos mejorando. También es verdad que es sábado y no ha habido que currar con estos dando saltos a mi lado o gritos en mi oreja. He visto fotos (de bromita) con niños amordazados mientras sus padres teletrabajan. Quizás no sea tan mala idea. Lo mismo pruebo el lunes.
Inma ha soplado las velas en streaming para sus hermanos. Muy bonito. Sobre todo si se hubiera entendido una palabra de algo. Lo de las videollamadas es como lo de los hijos en el encierro: la teoría es muy bonita pero en la práctica es una mierda. Pero bueno, hemos echado un rato. Luego tocó con mi familia, pero cortamos rápido porque mi señora madre tenía que ver al Carrasco en Instagram. Cosas de la Soco. Curiosamente el día se me está haciendo más largo que durante la pesadilla de los laborables, aunque en lo que respecta a la comida siguen igual: devoran cuanto ven. Lo que yo os diga: esto es una ruina y alguien nos tendrá que subvencionar. Me voy a tomar una cervecita.
Día 10. 222 horas y 23 minutos de encierro. Me sé los pijamas de los vecinos. Imagino que a ellos les ocurre lo mismo conmigo, claro. Es lo que tiene el encierro este, que solo ves a gente cuando te asomas al balcón. Hace unos días nos cerrábamos las persianas en las narices, pero ahora mola.
Hoy he intentado preparar una lista de cosas que tengo que hacer aprovechando esta condena. La guitarra la he descartado porque no tengo, y del resto os juro que lo he intentado pero es imposible. Para aprender a programar o para escribir mi libro debo estar medianamente concentrado, o como mínimo que no haya nadie que cada 5 minutos te pida algo. Para liarme con videojuegos no necesito que dos niños me ronden para quitarme el mando. Para ver una peli tengo que quitar Clan o Boing, y rematar las series pendientes sería una opción si no tuviera que estar continuamente dándole a la pausa y quitándome los auriculares.
Así que nada, dejaré pasar las horas intentando no volverme loco. Mañana es lunes, día de cole en casa más trabajo… Si salgo cuerdo de todo esto invitadme a una cerveza, por favor. O dos.
Día 11. 247 horas y 15 minutos de encierro. Tiembla, coronavirus. Como le de por ti estás apañao. Hoy esta Spiderman me ha acompañado a todas partes. Me ha detenido y esposado, me ha empujado, me ha lanzado telas de araña invisibles e incluso ha hecho sus tareas conmigo. Hoy he salido a comprar tinta para la impresora, y confirmo lo dicho: quiero una subvención. Vale una pasta. Al margen de eso, salir es un cague. He ido por la calle acojonao, como si esto fuera un libro de Michael Crichton. La gente con guantes y mascarillas (todos), las calles vacías, las colas en el súper, las mamparas y distancias de seguridad. Total, que vuelve uno cagao. Encima. A estos les daba yo a los enanos una mañana para que hagan su magia y entre tanto ir y venir te borren la memoria. Porque os juro que no sé lo que he hecho hoy para ganarme el pan. Eso sí, recuerdo cada división y cada palabrita con el payaso. De lo demás, nada.
Día 12. 270 horas y 35 de encierro. Mi calle a las 8 es como las Colombinas. Suena reagetton por un lado, Paquito el Chocolatero por otro, una cornetilla por allá, una guitarra por acá… En realidad todo esto es muy surrealista. Eso pensaba antes, asomado al balcón. Vamos, lo sigo pensando. Estamos todos aquí encerrados, arruinando al país y yo solo pienso en tomarme un tercio en la plazoleta mientras escucho Que viva España sonando desde alguna terraza de por aquí. Esto es tan absurdo que hoy he hablado con el vecino de enfrente, un chavalín, y le he estado respondiendo sin saber lo que me decía. Surrealista, vaya.
Hoy ha tocado Capitán América. También un poco raro verlo allí, sentado en sofá, con su máscara y la tablet de María. Creo que me estoy volviendo loco.
Es mi cumple. Dejaos de rollos de qué especial y qué inolvidable y qué bonito, con la familia, todos juntos y tal. Será inolvidable, sí, por ser uno de los cumples más mierdas que recuerdo.
Hablando de surrealismo. Mañana estaré más cerca de los 50 que de los 40 y en vez de irme de farra o hacerme un plan de pensiones estoy aquí feliz de la vida porque he contratado Disney Plus.
Día 13. 295 horas y 20 minutos de encierro. He visto una paloma en el balcón. Esta mañana, cuando salía a fumar y tomar el aire. Huyó despavorida. La verdad es que nunca había visto ninguna aquí, así que he estado pensando en ellas. En que deben estar esmayás, sin miguitas de pan, sin gusanitos ni otras guarrerías que les echamos. Pobres.
La mañana de cole ha ido medianamente bien hoy. No tengo queja. Parece que los jóvenes presos se están acostumbrando a esto. O igual soy yo, que no he dado un palo al agua en todo el rato de cole en casa. La cosa es que no ha habido casi gritos, solo los justos para sobrevivir, y no han molestado demasiado, solo lo justo para que no pueda hacer nada del trabajo. Lo dicho: me quejo.
Por la tarde tuve que salir a la farmacia y me he percatado de que ya no me peino. He ido tan tranquilo, con mi cresta sofalera al aire acompañando a mi uniforme de salir a la calle, que ya va echando pelotillas, pero como está intoxicao no quiero tocarlo mucho. Cosas de las pandemias. Mientras pensaba en mi uniforme he caído en la cuenta de la de gente que, cuando acabe esta condena, se pondrá zapatos de los de verdad y acabe con los piés destrozaos. Rozaduras a los cinco minutos de uso. Son cosas de los confinamientos de las que no te avisan.
Hoy ha tocado Batman, por si os lo estabais preguntando. Lo que yo os diga, esto es pa subvencionarnos una terapia cuando acabe.
Día 14. 319 horas y 7 minutos de encierro. Hoy ha tocado Hulk. Yo era Thanos, sin disfraz, y me ha dado una paliza. María siempre gana. Jaime ha dibujado por primera vez el mapa de España, y ya le he insinuado que se va a jartá. No se lo he tomado muy a mal porque realmente no sabe la que le espera de cabos, golfos, ríos y montañitas. Con esto he estado pensando (va en serio) en que lo del confinamiento, que para los adultos está siendo tan shock y todo eso porque nunca ha ocurrido algo así, para los niños pequeños no es más que una cosa nueva más de todas las que han vivido ya, todas nuevas, y las que vivirán. No sé si los expertos han hablado algo de esto o no, pero tal y como está el patio mejor que los expertos no digan na.
He leído que ahora ha habido un par de muertos por otro virus en China, que por lo visto viene de las ratas. Así que, por favor, chinos, DEJAD DE COMER MIERDAS, que nos vais a matar a todos.
El día no ha ido del todo mal. Sigo sin hacer nada, ni de trabajo ni del chorro de cosas que iba a hacer en el encierro, pero me consuela pensar que a casi todo el mundo le ocurrirá lo mismo, y que esas cosas tan maravillosas que pone la gente en redes son solo postureo. Decidme por favor que vosotros tampoco hacéis esas cosas chulas, o acabareis con mi autoestima definitivamente.
Hoy, en los aplausos, el vecino de enfrente me ha estado mirando muy sonriente, pero me he hecho el loco porque, como os dije, el chaval me habla y no me entero de ná. Sé que me buscaba con la mirada porque lo he visto por el rabillo del ojo mientras hacía como que era feliz jugando y contorneándome con los niños en el balcón.
Día 15. 342 horas y 45 minutos de encierro. El Imperio de las Babuchas. Así se conocerá esta época de la Historia. Aquellos días (semanas) en los que la babucha tomó todo el terreno perdido por los zapatos de piel y las zapatillas de running que dominaron la era de la calle y el estrés. He de decir que no es mi caso, porque en aquella era paseé por la calle en babuchas más de una vez.
Lo de la calle me tiene loco. Salgo a comprar y nada más cerrar la puerta me empieza a picar la cara. Claro, como recomiendan no tocarse, ahí que estoy yo, haciendo muecas. Moviendo la nariz, la boca y los ojos, tratando de rascarme sin manos, que quien me vea debe pensar que estoy como una regadera. Luego está el tema de respirar. Casi no lo hago, por no tragarme al bicho, claro, y voy comprando medio mareao. Así se me olvidan luego las cosas. Aunque eso me pasaba también antes.
Hoy es viernes y es deprimente. Lo bueno es que ha pasado una semana más, así como quien no quiere la cosa. Los niños, bien. Hoy no han parado de jugar, los dos juntos, así que como terapia el encierro está resultando divino. Empiezan a tratarse bien, pero claro, ahora forman equipo contra nosotros y tienen más poder para volvernos locos.
Como decía, empieza el finde y con él llega la tercera semana de confinamiento, y yo sin ejecutar mi plan de huída que, aunque lo tengo atado y bien atado, me da un poco de respeto con tanta poli por ahí. Mientras tanto seguiré sobreviviendo como pueda. Mañana toca hacer churros, a ver lo que sale, y ahora voy a grabar un vídeo con María, que lo quiere subir al canal de Youtube que no tiene.
Día 16. 367 horas y 57 minutos de encierro. Voy a tener que afeitarme otra vez. Lo tenía calculado para dos semanas, pero claro, ahora vienen con otro cuento y hay que seguir dos más, y no. La verdad es que yo el fin del mundo lo esperaba más chulo, en plan meteorito o invasión alienígena, pero así está siendo deprimente, la verdad. El bicho nos matará al final, pero de pena, de aburrimiento o de un infarto durante una videollamada grupal, porque vaya cosa más estresante y desagradable. No se entiende na, no se ve bien… Es un desconcierto tal que me estoy preguntando a dónde coño han ido tantos años de innovación si después no hay manera de hablar en grupo, que parecemos todos gangosos, como en los chistes de Arévalo.
Los churros, bien. Si exceptuamos las explosiones, os digo que son fáciles de hacer y están buenecillos. Lo de las explosiones no es mentira. Hubo uno que explotó hasta hacernos gritar a todos, y más aún debió gritar la campana, que ha acabado como la Gruta de las Maravillas, con sus estalactitas de masa de churro imprimiendo un bonito halo espeleológico a la cocina, de la que podríamos haber sacao una garrafa de aceite si se dejara exprimir.
Los niños, bien. Hoy juego, peli y algo de tarea pendiente para que no piensen que esto es el paraíso y sufran un poquito al menos.
Día 17. 391 horas y 20 minutos de encierro. Tengo una teoría sobre la incidencia en Huelva del coronabicho, relacionada con otra que tengo sobre los mosquitos y cómo los puros nos pican menos que a los impuros y foráneos, pero ya os la explicaré.
Hoy ha tocado hacer un bizcocho. Lo he hecho a escondidas porque, la verdad, por mucho que salgan todos en vídeos preciosos cocinando con los niños, eso es un estrés que no hay quien lo aguante. Venga tropezones, choques entre unos y otros, esto que se quema y no puedo pasar porque una está enmedio, el agua que ya hierve y no puedo quitar el cazo porque no me dejan pasar… Total, que me he ido así agazapado y no se han dado ni cuenta. El bizcocho ha sido un fracaso. Se ve que esto del confinamiento empieza a hacer estragos en mi memoria y olvidé un ingrediente. Os los digo y a ver si lo pilláis: yogur, harina, azúcar, aceite, una mijita de levadura, un poco de zumito de naranja. Y ya está.
Ha quedado una especie de galleta fea que ni María ha sido capaz. Así que ha preferido dedicarse a la pintura. Otro estrés: cuidao con el agua, no pintes el suelo, toma un mantelito, mantelito pa qué, que yo pinto en el suelo y paso el pincel por la ropa y por mi cara y por donde haga falta.
Después, una peli. Lo de Disney Plus es una bendición. Al menos sabemos que Dios no nos ha abandonado del todo. Llegó como caído del cielo el día de mi cumple y ha sido lo mejor que he hecho en mucho tiempo.
Hoy en los aplausos he estado mirando a mi vecino el sonriente. Me dio penilla el otro día, así que he hecho el esfuerzo. Infructuoso, porque esta vez no me ha buscado. Se ve que es rencoroso, el nota. En sustitución de la sonrisa y la charla ininteligible he dedicado mi tiempo de balcón a observar babuchas de los vecinos, por si hubiera alguna que mereciera algún halago o alguna risa. Ya sabéis: peluchitos, reliquias… Pero nada, todos muy normales. Me he dado cuenta de que el más pintas de allí era yo y me he metido, raudo, en casa.
Por cierto, hoy ha habido una horita menos de condena. Otra concesión divina, como el Disney Plus.
Día 18. 414 horas y 48 minutos de encierro. Hoy han puesto en mi calle El tractor amarillo y Sarandonga, a todo trapo, como si no hubiera un mañana. Adiós a la trompetita. Esto de los balcones fue bonito mientras duró. Ni siquiera me he entretenido en la observación de pijamas y babuchas, y mucho menos en saludar a mi vecino el rencoroso. Hablando de babuchas. He pisado con la mía el platito que hace de paleta de la nueva artista de la casa. Le ha dado por la pintura, que estaría muy bien si a la misma vez no estuviera con los lápices en la mesa, los Playmobil en el suelo, los superhéroes en la cama y encendidas, a la vez, la tele y la tablet. Diréis: qué malo, que ha pisado los colorines. Pero es que es IMPOSIBLE pasar por la habitación de María sin tropezarse con algo.
A Jaime le ha dado hoy por la Semana Santa y ha montado un paso. Ahora mismo, mientras escribo, suenan marchas de Semana Santa que nos ha puesto la amiga Alexa. Está a punto de explotarme la cabeza. Aunque para combustión, la de esta mañana con las tareas. Os aseguro que no exagero si os digo que ha sonado un ‘papá’ cada 10 segundos. “Hay que darles autonomía”. “Ellos deben hacer solos sus tareas”. “No les ayudes”. Claaaro. Para quitarme de encima el soniquete de papá papá papápapápapápapá les hago el pino si hace falta. Y quien diga lo contrario, miente como un perro. O perra.
Por cierto, hoy Jaime ha vuelto a insultar al Sr. Presidente por dejarlo encerrao, así que he tenido que explicarle que hombre, que no, que es una medida por el coronavirus. Ha debido entenderlo porque a mediodía ha estado sonando de forma reiterada durante un rato el grito ‘puto coronavirus, puto coronavirus…’. Mañana lo pongo en una pancartita en el balcón, al lado del arco iris de ‘Todo saldrá bien’.
Día 19. 439 horas y 53 minutos de encierro. Creo que me he levantado con el pie izquierdo hoy, o con el derecho. Con el de la mala leche, vamos. O eso o he acabado así a lo largo del día, que tampoco me extraña porque esta pesadilla de organizar una vida en la que no se sale de casa es para deseársela al ya famoso ‘puto coronavirus’. ¿Vamos al cole? En casa. ¿Vamos al trabajo? En casa. ¿El patio? En casa. ¿Jugamos? En casa. ¿Bailamos? En casa. ¿Deporte? En casa. ¿Tomamos el aire? En casa. Total, que uno pretende separar espacios mentales en el mismo sitio físico y termina resultado una enorme mierda porque todo se mezcla. Merendamos con la tarea, desayunamos jugando, jugamos trabajando, y así. En resumen: los monstruitos, insoportables. Yo, cansado. Para colmo, se me estropea un servidor, lo que me ha tenido con la cabeza en varios sitios a la vez. Cuando me pasa eso, la primera consecuencia es que voy respondiendo a destiempo, y se lía la cosa: a Jaime los ángulos ya se le han atragantado gracias a mis explicaciones, María sigue esperando a esta hora que le ponga Grease, Inma me ha dicho algunas cosas de las que no me acuerdo (no se lo digáis). Al menos me he divertido un rato echando chascas al Facebook. La gente se mosquea y relata, y tiene su punto. Hay gente que se entretiene con las peleas de gallos, y yo con esto. Creo que voy a hacerlo más a menudo.
En fin, un mal día. Voy a ir preparando el disfraz de Rambo, porque me temo que la huída será inminente. Y si me pilla la UME, le suelto a los niños y me voy corriendo.
Día 20. 462 horas y 33 minutos de encierro. Ya ondea en mi balcón la pancarta de ‘Un día de mierda’, junto con ‘Puto coronavirus’. Y la del arco iris. Todo irá bien. Los cojones, pues claro. Peor no puede ir. Lo digo con conocimiento de causa, que he estado leyendo los análisis de la curva y todos los índices y algoritmos indican que todo irá estupendamente. Los epidemiólogos que pululan por las redes, que son muchos últimamente, lo dan por hecho. Así que yo les creo y ya está. Con esto de las gráficas me está pasando como cuando estudiaba Matemáticas 2 en COU. No me enteraba absolutamente de nada. Lo intentaba, ojo, y cuando el personal salía en los ejercicios de estadística a dibujar la gráfica, y el profe les preguntaba si era hacia arriba o hacia abajo, y acertaban los jodíos, yo trataba de entender por qué. Sin ningún éxito. Así que los ejercicios los hacía al tuntún, una vez parriba, otra vez pabajo… y a veces acertaba y a veces no. Tenía su gracia. En selectividad acerté y saqué un 9, por cierto.
Hoy me he tomado el día de otra manera. Para empezar, el cole en casa ha ido casi bien. No han sido necesarios los gritos. Tan solo con un par de amenazas han estado suavecitos durante casi dos horas, todo un récord. Luego, lo propio: sin parar de hablar, juguetes por todas partes, muñecos pisados, María disfrazada de romano, plastilina en las babuchas (¡ay, las babuchas!)… O me estoy acostumbrando o hemos llegado a un punto de inflexión. Como el punto de la curva de los cojones.
Día 21. 487 horas y 10 minutos de encierro. He leído que el bicho se lleva mal con la humedad, así que parece que en casa estamos salvaos, porque no hay paredes más húmedas que las mías. Entre eso y las estalactitas que dejó el churro explosivo en la campana, mi casa es como la Sala de los Brillantes. Total, que el coronavirus aquí no entra, y si entra ya se encargará Jaime de echarlo a patadas. Hoy a vuelto a insultarlo gravemente. En concreto, durante la tarea ha culpado al “puto coronavirus de mierda” de haber olvidado cosas de francés. Y, bueno, no le he quitado la razón. Hablando de tareas, la cosa sigue más o menos bien. O sea, igual de mal pero asumiéndolo con estoicismo, creo: papá, papi, papá, papá, papi, papi, papá, dime, ven, dime tú, que vengas, pero dime que te escucho, que no que vengas… En fin, lo propio. María anda también ya mirando de reojo al bicho, pero ella tiene sus propias razones: quiere ir al Burguer King y el coronavirus se lo niega. Eso le cabrea un poco e insiste en que “se tiene que acabar ya”, todo esto disfrazada de Capitana Marvel.
Pero bah, mañana es viernes y empieza el finde. Todo es alegría, ¿verdad? Con respecto a las alegrías y las fiestas, he estado pensando especialmente en los cumpleaños que, como el mío y el de Inma, ha fastidiado el encierro. Parece que la han tomado con nosotros, los Aries, que no hemos hecho nunca mal a nadie. Deberían darnos otra subvención por los daños morales causados. La de la tinta no se me olvida, ojo, ni la descarto. Sería acumulativo.
Total, que mañana es viernes, decía, y hay plan porque el Circo del Sol va a poner otro espectáculo en vídeo. Aunque a los niños el anterior les dio grima (normal).
Con respecto a la huida… qué queréis que os diga, no sé qué hacer. En Filipinas ya han decidido matar directamente a quien se salte la cuarentena, así que me gustaría escapar antes de que a estos se les ocurra lo mismo y ya no haya salida. Que la gente está mu loca con esto.
Día 22. 510 horas y 45 minutos de encierro. Hoy han empezado las vacaciones de Semana Santa de los enanos, así que me haré a la idea de que es como si nada hubiera pasado hasta hoy. O sea, como cada año: una semanita de asedio las 24 horas. Al menos no habrá cole en casa, claro que tampoco podremos salir a ningún sitio. Ahora que lo pienso, puede ser incluso peor esto de las vacaciones confinados. A lo que iba: que nos queda una semana de pelis y torrijas de lo más divertida. A ver si no la liamos en la cocina.
María, hoy, de vaquero. Al parecer, mi cinturón es un látigo poderoso que ha comprado en Internet. Con su poder puede amarrarme con solo tocarme, y no podía escaparme porque me moría. Y así hemos echado media tarde hasta los aplausos, en los que hemos conocido a una vecina. Esta vez, una señora mayor que tenemos enfrente y que nos conocía como si nos hubiera parido. Al principio tuve miedo por sus conocimientos acerca de nuestra vida y estuve por escaquearme otra vez. Pero bueno, la mujer es amable y ha preguntado por los monstruos, así que se ha ganado mi simpatía. Le hemos mentido, eso sí, diciéndole que lo llevan y llevamos muy bien, pero al fin y al cabo a la gente hay que darle lo que espera. No le iba a contar que estoy desesperado y que si por mí fuera los amarraba al palo mayor.
Allí, en el balcón, me he fijado en que tenemos la planta del dinero que da asco verla. Ya antes estaba digamos que regular, pero ahora es un triste tallo con algunas pequeñas hojas. Entre que no la regamos y que Momo se la come, la plantita dichosa está augurando la tiesura que vendrá gracias al puto coronavirus.
Día 23. 536 horas y 22 minutos de encierro. Sonaba esta tarde en mi calle ‘Libre, libre, quiero ser…’ con sus cantes y palmas y todo. Menos coña, hombre, que hoy no es día, que al presidente le ha dado por amargarme las sobremesas de los sábados condenándome a cada vez más tiempo de confinamiento. Exceptuando esa putada, por lo demás el día ha ido bien. No hemos hecho las torrijas porque he comprado hornazos para hartarnos. Ya tocará. El entretenimiento no ha estado, por tanto, en la cocina, sino en los Lego y el cine en casa. Los Lego son un Tente con instrucciones no aptas para miopes. En serio, deberían venir con una lupa porque es IMPOSIBLE saber qué coño de pieza toca. Como contrapartida, puedes ponerlos ahí solos, montando, y quedarte tranquilo por lo menos medio minuto hasta que te llaman para buscar tal o cual pieza. Muy divertido.
En cuanto al cine en casa, se trata de una peli que se pone de fondo mientras se comen todas las existencias de palomitas, gusanitos, gomitas y chocolates de la casa. La peli termina cuando se acaban las chuches.
Hablando de chuches, con todo esto del coronabicho he estado pensando que deberíamos pedir a China una compensación por el lío que acaban de montar, que bien podría ser un bono para canjear en los chinos o en Aliexpress. Podríamos montar un change.org de esos y organizarlo. No podrán rechazarlo y me vendría bien para reponer las estanterías de la ruina que es tener en casa a los mismísimos Gremlims.
Día 24. 559 horas y 6 minutos de encierro. Hoy ha sido día cofrade. Venga marchas por todas partes. En la calle, en la tele, en la radio, hasta en casa han sonado y no sé de dónde han salido. Y en los balcones, por supuesto. Día triunfal para mi amigo el trompeta. En esta ocasión no he podido evitar a mi vecino el ex rencoroso, que nos decía algo (ininteligible) y señalaba a María, que lanzaba pompas. Inma y yo hemos asentido, sin entender ni papa y señalando a la enana. Espero que no haya dicho nada que no pueda responderse con un sí, porque si no lo tengo otra semana sin hablarme.
El domingo lo hemos pasado de cervecitas con los amigos y luego hemos hecho un picnic. Todo es posible echándole imaginación, por lo que se ve. Aunque, claro, por un tiempo. Ya me tiene mosqueao el encierro. Los niños van cogiendo más mala cara que los pollos de Simago, y nosotros para qué contar. Además de blancos, cada vez más gordos. Lo bueno es que todos estaremos igual y no habrá ningún simpático que te diga “¡qué gordito estás!”.
Los niños, por cierto, muy bien hoy. Como ya dije una vez, hasta las estoy cogiendo cariño. Hemos tenido Lego, baile, canciones… Y me he escaqueado de una nueva procesión de Playmobil, que era el objetivo de tanta actividad. Mañana es lunes y comienzan oficialmente las vacaciones de los niños. Echaré, estoy seguro, de menos el cole en casa.
Día 25. 582 horas y 31 minutos de encierro. Me da la impresión de que la respuesta de ayer al vecino no coincidía con un asentimiento, porque me ha mirado con recelo y me ha hecho la cobra con la mirada, si eso existe. Al menos ha sonreído a María y su pijama de Spiderman. El de la trompeta desafina, pero me da cosa decirle nada. Casi pensarlo ya me da palo.
El día de hoy, bien, gracias. Los niños de vacaciones: juego, peleas, desorden. Mañana me invento tareas y les suelto un rollo de que me obliga el Presidente. Total, ya qué más le da un ijoputa más que uno menos. Jaime ha jugado con la consola y ha terminado de montar su Lego, y con María ha tocado hacer penitentes de la Hermandad del Orgullo, como podéis ver en la foto.
Hoy quiero hablar de los lavavajillas. No sabía yo que se podría poner tantas veces, de modo que exijo una subvención, también, para pagar las pastillas. O al menos el IVA, no sé. Lo peor del encierro es que se gasta más que saliendo. No hablo ya de luz y agua, que ya verás los facturones, sino sobre todo de la comida. Limas sordas. Pirañas, vaya. Haciendo cálculos a ojo hubiera salido más barato comer todos esos días en el Acanthum que en casa.
Al menos ropa se lava poca. Mi pijama casi anda solo ya. Y las babuchas, por supuesto, no se lavan. No al menos durante su reinado.
Día 26. 606 horas y 41 minutos de encierro. Tengo dos problemas con las noticias del coronavirus, y disculpadme por desahogar mis rarezas con vosotros. El primero, cuando nombran al jefazo de la Sanidad patria y dicen aquello de “el ministro Illa”, mi mente inmediatamente corrige y me dice: Mal. Debería ser ‘illo’, que es un tío. El segundo viene cuando nombran la enfermedad del bicho: el Covid-19. Si dicen Cóvid, así con el acento en la o, inmediatamente me viene a la cabeza el gato feo aquel del 92. Peor es cuando ponen el acento en la i (o sea, Covíd): en ese momento mi cabeza canta: ‘guadarcovíiii’, un tema que no sé muy bien de dónde sale, pero alguna vez he debido escucharlo.
Bueno, una vez desnudada mi alma ante vosotros, puedo deciros que el día de hoy ha estado bien. Muy bien, diría yo. Hemos jugado al bingo y creo que estoy desarrollando un filtro para no escuchar los gritos y peleas de los enanos. Pero me siento especialmente bien porque he visto satisfecho mi voyeurismo babuchil con esto del reto #enseñatusbabuchas. Es lo que tiene el encierro, que me da tiempo libre y yo con tiempo libre tengo mis peligros. El mes que viene va a ser una puta ruina, pero que me quiten lo bailao. Me lo estoy pasando bien.
Con esto de las babuchas he estado pensando en cómo hemos perdido la vergüenza, ese pudorcillo por el que nos preocupaba tanto que nos vieran siempre arregladitos, bien vestidos, sin arrugas en la camisa, lustrosos zapatos… Cuando esto acabe, por fin podré ir a echar la basura en pijama. Es más, me pasearé por mi calle en pijama y babuchitas, sin miedo. Podré cantar o tocar la trompeta mientras abro el contenedor y nadie pensará nada raro.
Mientras acabo el diario de hoy sigo pensando en el nombrecito, Covid-19. Vaya nombre feo. Creo sinceramente que hay que cambiarlo. Mi candidato: putoviru. “He cogido el putoviru”. “Estoy malo con el putoviru”. “Motivo de la baja: putoviru”. Suena bien.
Día 27. 631 horas y 57 minutos de encierro. Estoy que no quepo en mí de gozo con tanto babucheo en Facebook. La babucha sigue recuperando su sitio como protagonista de nuestras vidas. Me alegro por ella. Pronto le tocará al pijama.
Hoy en el balcón hemos saludado a nuestro vecino el rencoroso. Movía la boca y he tratado de entender lo que decía hasta que me he percatado de que lo que hacía realmente era cantar lo que quiera que sonaba desde sus auriculares. Lo mismo no es rencoroso. Lo mismo realmente nunca me ha hablado en este tiempo y sólo cantaba.
He salido a comprar. Lo típico: picor de cara, respiración mínima… Debo añadir una extraña irritación en los ojos. Total, que a la vuelta, después de tres semanas largas, me he encontrado con le frase más temida del universo paterno filial: “me aburro”, han dicho, primero uno y luego la otra. Y he temblado ante la que se avecina. Como cuidado paliativo hemos puesto peli+chuches, una combinación que suele funcionar. Mañana ya veremos, pero parece que se complica la cosa.
Por cierto, eso de no caber en mí que decía al principio tiene su lado literal. Mañana os hablo de la gimnasia. Mientras tanto, fotografiad vuestras babuchas.
Día 28. 654 horas y 48 minutos de encierro. Iba a hablar de gimnasia. En todas partes lees lo importante que es mantenerse físicamente activo en estos días, especialmente los niños. Clases de zumba, coreografías, tablas… Total, que te dicen que hay que hacer gimnasia con los enanos. Claro, son muy listos todos. Nadie les explica que con 45 primaveras y sin haber pisado un gimnasio en tu vida, cualquier bailecito, aunque sea el chuchuwá, es sinónimo de agujetas, respiración entrecortada, caídas y desmayos. O casi. Y, en fin, uno quiere ser alguien ante sus hijos, un ejemplo, un héroe. Y no creo que les resulte agradable (puede que incluso sea traumátoco) ver a sus padres, sus ídolos, bocarriba en el suelo revolviéndose como una cucaracha para intentar levantarse después de hacer unas abdominales ridículas. No voy a hacer más gimnasia. No quiero hacerles más daño psicológico que el que ya sufren por el putoviru.
Con respecto al día: hemos hecho y comido torrijas y tarta de galletas. No lo hemos comido todo, pero casi. Ya os digo que esto va a ser una ruina, más aún cuando haya que ir a comprar toda la ropa del mundo. Los niños, porque crecen y encima cambia la temporada, y nosotros por gordos. Por la tarde, lo propio: aplausos, niño deja la consola, gritos, videollamada. Incluso he hecho un práctico video tutorial de cómo hacer café con la maquinita de cápsulas. Me siento súper útil aquí confinao, claro que sí.
A mediodía, caminando por el pasillo, estuve pensando en lo bien que se tiene que estar en la playa o el campo, paseando sin un alma. En paz. Luego, en un golpe de realidad, tropecé con dos coches, un barco, un Spiderman, un Woody, una Barbie y unos biberones y casi me mato. Suerte que no me caí. Ellos me miraban, con una sonrisa a medias en los labios, esperando. Deseando volver a ver a papá cucaracha.
Día 29. 678 horas y 55 minutos de encierro. Facebook me oye. O me lee. Últimamente me saca publi relacionada con cositas que estoy diciendo por aquí. Hoy, de gimnasia y cuerpos diez. Ayer fueron cursos para aprender a tocar la guitarra. Todos los días, cositas de actividades para niños. Lo peor fue el martes, cuando Lidl me anunciaba su oferta de muebles de jardín. Tu puta madre, Lidl.
El día de hoy ha sido ocioso pero con alguna actividad de esas que íbamos a hacer y no hemos hecho en un mes. Por ejemplo, limpiar bajo los cajones de las camas, en donde hemos encontrado material para rellenar dos Toys’r Us, o la persiana del balcón, que aunque está todo el santo día arriba, con esto de la bonita vecindad, había que hacerlo. Se ve que fue una ocurrencia colectiva porque había varias, ahí dale que te pego.
Jaime ha vuelto a recaer. Con su tirria a ‘el presidente’, digo. Le he llamado ‘rata de dos patas’, como la canción de Paquita la del Barrio, aunque el ‘puto coronavirus’ también se ha llevado lo suyo, incluida una canción.
Con respecto a la huída, la voy a posponer indefinidamente porque si Facebook me lee, también leerá sobre lo de largarme, y me da miedo que se chive al ejército.
Por cierto, que de babuchas no me ha ofrecido nada, el jodío Facebook.
Día 30. 704 horas y 9 minutos de encierro. Veo vídeos de Dabiz Muñoz, el chef. La verdad es que el chaval pierde glamour en la cocina de su casa. Y eso que no se le ven las babuchas. A lo que iba: a veces me sale y los veo, por si diera la bendita casualidad de que hiciera algún platito apto para mí. Él dice que son recetas que cualquiera puede hacer en casa, pero¿quién coño tiene lima o gengibre en casa? Yo al menos no, y a ver quién es el guapo que sale al súper a comprar lima y gengibre. Primero, porque salir implica lo que ya sabemos: el picor, la asfixia, pasar por los pasillos esquivando brazos como Neo en Matrix… Segundo, si vienes de vuelta y te para la poli, ¿Qué le dices? ¿He comprado lima y gengibre, alimentos de primera necesidad? En fin, yo sigo viéndolo por si alguna vez saca una recetita que pueda hacer en casa, y a ser posible sin tirarme tres horas en la cocina. Que estoy muy ocupado.
Hoy con los niños ya habido juegos infantiles. Pero esta vez hemos ejercido de meros animadores, que lo de la cucaracha no va a pasar más.
Entre que no me muevo y que no estoy comiendo precisamente sano, veremos cómo acabamos el confinamiento. Que como se junte con la Navidad, no te digo na.
Día 31. 727 horas y 36 minutos de encierro. No me extenderé mucho hoy. Me han pasado cosas raras. A mediodía, tomando mi cervecita en el balcón (eso ya es raro de por sí) me han pedido dinero. Sí, desde la calle. “Una limosnita”, decía, y confieso que me he quedado tan rallado que no he sabido qué decir. Nuestras miradas cruzadas, yo hacia abajo y él hacia arriba. Después del incómodo silencio, le he dicho que no tenía nada y tan feliz, pero luego ha llegado Inma con su ayhijoquepena y le hemos dado un par de eurillos, lanzándolos, dentro de un sobre, desde el balcón.
Luego, a la tarde, María ha hecho una videollamada a su amiga. Lo propio: pegadas a la cámara. En la pantalla solo se ven ojos, una oreja, una frente, una boca abierta… En el altavoz, voces encima de otras… Sin embargo, pasado un rato, y ahí viene lo raro, se ha puesto cada una con sus muñecas y ahí han seguido casi una hora, hablando de vez en cuando y jugando, como si estuvieran en la misma habitación.
Y os juro que trato de hacer chascarrillos de las dos situaciones, pero no me sale.
Puto coronavirus
Día 32. 750 horas y 33 minutos de encierro. Suena ‘What a wonderful world’ en mi calle. Sigo diciendo que mi vecino el trompeta desconocido desafina. Pero bueno, tampoco se lo voy a soltar, tan afanao que está en hombre.
He estado todo el santo día en pijama. Pero en el balcón hoy no ha habido piyama party, así que cuando he salido a aplaudir, con mi pantalón rojo de cuadros, tan discreto, y me he percatado, he tratado de meterme rápido para adentro mientras Inma me sujetaba, con toa su mala leche, para que todos vieran mi indumentaria. El vecino rencoroso nos miraba, no sé imaginando qué.
Al lío: han acabado las vacaciones y hemos vuelto a la normalidad, si lo de antes era normal: dos horas peleando para que se pongan con el cole en casa, sorteando retales de pijamas y restos de juguetes. Dos horas de disputa, decía, para una hora larga de trabajo. María con la f y Jaime con rectas y ángulos, y yo enmedio haciendo como que escucho sus dudas con una oreja (la otra estaba ocupada con otras cosas) y respondiendo memeces sin sentido mientras trato de modificar una consulta en la base de datos. Ya te digo: la normalidad.
Afortunadamente el tiempo ha pasado rápido.
Por la tarde he visto un vídeo de una niña de unos dos años diciendo que Pedro Chanche no le deja ir al parque, y he pensado en que ‘el Presidente’ debe ser la persona más odiada por los niños españoles. El Grinch de la era digital y del putoviru.
Día 33. 774 horas y 35 minutos de encierro. Hoy he pasado calor, así que he estado pensando qué pasará en unos días, cuando empiece a apretar de verdad, y haya que sacar la ropa de verano y a mí, que ya iba apretaíto, no me quepa nada. Bueno, a mí y a todos vosotros. A todo el mundo confinado, en general. Sin poder comprar ropa. Con la del año pasado. La piyama party del balcón va a parecer un desfile de Omaíta, todos prietos, marcando michelos.
Sin poder respirar, como yo hoy, que ido a la compra. No me explico cómo se gasta tanto en esta bendita casa. El otro día os hablé de los movimientos Matrix en el súper. Esos que hacemos los hombres y mujeres de bien cuando algún desaprensivo pretende contagiarnos golpeándonos con el hombro, el codo o incluso todo el brazo. En ese momento nuestros reflejos de portero de Champions aparecen. Quiebros de cintura, giros de cuello, piernas en ángulos imposibles. Se hace presente una flexibilidad jamás vista en nuestros cuerpos, y todo eso en slow motion, con un ojo mirando al tipo y el otro al último paquete de levadura que queda. Cada hemisferio del cerebro trabajando en lo suyo, hasta que consigues esquivarlo.
Cosas del súper.
Jaime ha cantado hoy la de ‘puto coronavirus’ y esta vez María lo ha acompañado, guitarra en mano, mientras les gritaba para que recogieran todo de una vez y se vinieran al cole en casa. Ha sido un espectáculo de lo más gratificante: niños bien educados, bien hablados, obedientes y disciplinados. No me explico qué le han enseñado a los niños todo este tiempo en el cole, hombre ya.
Día 34. 798 horas y 21 minutos de encierro. Suelo evitarlo, pero hoy no me he acordado y me he visto reflejado antes de la ducha. Ya sé cómo se siente un vampiro cuando de ve en el espejo, sabiéndose observado por el ser inmundo que habita al otro lado. Incluso he mirado hacia atrás por si aquel no era yo. Pero no había nadie más. Tampoco es extraño, claro. Es el final más evidente cuando no paras de comer. Un poquito de chorizo por aquí, un cacho queso por allá, un trozo de pan, un pastelito… Lo de Omaíta de ayer se va a quedar corto. Digamos que la meta va a ser más hasta el muñeco de Michelín.
Hoy he tenido que salir, para entre otras cosas preguntar en una tienda cercana por los cartuchos de tinta (guardo las facturas, para cuando salga la subvención) y me he rozado con una pared. No sé vosotros, pero yo imagino al putoviru así grandecito, pegao en todas partes, al acecho, saltando del suelo a un murete, del murete a un chaleco, del chaleco a una mano… Una especie de piojo microscópico que se pega en las superficies, agazapao, hasta encontrarnos y contagiarnos. El cabrón.
Total, que me lo he imaginado pegándose a la manga de mi sudadera, tanto que incluso he tratado de mantener el brazo inmóvil, pa que no suba, antes de quitármela definitivamente con cuidado de no tocarla mucho. Luego me he preguntado si te infecta uno o si son varios a la vez. Cosas del aburrimiento.
El cole hoy ha estado mejor. He contado los ‘papás’ y ya casi no llegan a los mil, así que vamos mejorando.
Día 35. 823 horas y 46 minutos de encierro. Decíamos ayer que la gordura tal y la gordura cual. Hoy María ha dado la puntilla a mi pobre corazón y me ha pedido que deje de comer patatas fritas, que luego las gasto todas. No diré que miente, pero ella también contribuye, con entusiasmo, a devorar cuanto elemento comestible hay en casa. Mañana toca Mercadona pa reponer y continuar con la ruina.
Pa ruina la mía, o casi, cuando descubro, corrigiendo un texto sobre las clases de julio, que había colado un “ojalá” entre líneas. Cosas del subconsciente y de escribir mientras intento que María resuelva un problema y explico a Jaime (yo, que nunca he ganado un quesito azul) dónde está la submeseta norte y dónde la sur, la cordillera penibética o el sistema central. Podría haber sido un poco peor: no darme cuenta de la palabrita. O mucho peor: haber colado un “¿OS QUERÉIS CALLAR?”.
En la fiesta del balcón de hoy, el trompeta -desafinando- ha tocado ‘The winner takes it all’ y algunos bailaban. Enternecedor. Antes de eso quise ponerme con la consola, en plan evadirme, pero he acabado con los dos bichos metido en un jueguecito de Pixar. Una vez pasados los aplausos mi idea era leer un poco, en plan evadirme, pero tuve que manejar a Buzz y a Batman mientras María rompía muñecos contra mis manos.
Si el día 26 ‘el Presidente’ (ponedle vosotros el adjetivo, que ya lo sabéis) no abre la mano y nos deja sacar estos un ratito al día yo me fugo cueste lo que cueste. Ni mil policías ni mil ejércitos lo impedirán, que me he descargao el Call of duty pa ir entrenando.
Día 36. 846 horas y 46 minutos de encierro. El bocinazo ha sido tan tremendo que han saltado, cada uno huyendo hacia su cuarto, como dos palomas en una guardería. Luego me ha dao penilla, pero por Dios, ‘el Presidente’, que acabe ya este encierro, o suelta la manita, porque vamos a acabar malamente. Tú y yo.
Trabajar mientras oyes ayes, eos, uys y oyes es peor que la tortura aquella de la gotita en la frente. Va minando poco a poco tu voluntad hasta que salta el bocinazo. ¡¡UAGGRRRHHH!! Como un monstruo. Y los pobres huyen, claro.
Me consuela pensar que hay gente que está peor. Mal de muchos, ya sabéis.
Hoy ha tocado Mercadona. Lo más excitante de la semana desde hace más de un mes. El camino es más largo y puedo incluso ponerme los auriculares y escuchar algo de música. Poca, porque luego me entra la gindama de que el putoviru se me meta por la oreja.
En el balcón hoy ha habido un par de plás plás desganaos y luego el silencio. Ni burraqueo ni trompeta desafinada. La cosa se está poniendo seria. Ya incluso la peña sale con zapatos, nada de babuchas. Tampoco veo mucho jiji jaja en las redes. El buen rollo se acaba hasta el punto de que, al parecer, hay gente que deja notitas a sus vecinos sanitarios para que no vayan a sus casas. Casi estoy imaginando la que me pondrán los niños en breve: “Querido Papá. Sabemos que te estás comiendo todo lo que pillas. Te rogamos que no vuelvas a casa mientras dura esto porque también nosotros tenemos derecho a papas fritas”.
Tampoco hoy he podido entrenar con el Call of Duty. A este paso no estaré preparado para mi gran evasión.
Día 37. 871 horas y 16 minutos de encierro. Siempre he pensado que pa qué me voy a gastar dinero en un gimnasio si se puede hacer deporte en casa. Te pones un vídeo de Youtube y, hala, a sudar. Hoy estoy convencido, por la vía de los hechos, de que tenía razón, y ahora toda España podrá dármela. Deportistas del mundo, arrodillaos. Obviamente siempre fue una teoría porque aunque lo pensara jamás he hecho gimnasia ante la tele, excepto hoy…
Mi disposición genética hacia el deporte es nula, desde chiquitito. Ni el fútbol, ni el judo, ni el voleybol me convencieron, y las veces que tuve que correr eran pa que no me robaran el rejol o 20 duros. Miento: durante dos días fue a correr. Empecé, como leí a los expertos, andando rapidito para luego echar alguna carrera, y acabé con la lengua fuera, sin resuello, después de 20 o 30 segundos corriendo de verdad. Total, que no insistí.
A lo que iba: hoy he hecho gimnasia con los Gremlins. 10 minutos y ha sido terrible, pero ha quedado demostrada mi teoría. ¿Qué será de los gimnasios ahora que todos lo saben? No lo sé y no puedo preguntar porque no conozco ninguno.
Por lo demás, sabadete de cervecita, una charla con el compadre y un picnic en el balcón. Ahora viene la peli. Al menos ‘el Presidente’ me ha dado una alegría y pronto podremos sacar a las cabras al monte. Para Jaime ya no es tan puto, o eso dice.
Día 38. 895 horas y 16 minutos de encierro. Domingo de cervecitas con los amigos. Nos conformamos con cualquier cosa mientras nos hacemos la boca agua pensando en lo que haremos. Charlando, o intentándolo. Porque cuando tienes a unos hijos peleando, gritándose, llamándote o quitándote lo que te habías puesto para tapear la situación se pone tensa (sobre todo por lo de la tapita) y ya uno pierde la perspectiva.
Hoy los Gremlims han estado regular na ma. O puede que seamos nosotros, que tenemos el vasito de la paciencia hasta el borde.
María ha hecho su gimnasia, tratando en vano de que yo me apunte. “Ni una más” -pienso. “Soy muy viejo” -le digo. Y como tengo mis canas, cuela. Jaime, más perezoso, empieza a preguntar cuántos días quedan para poder salir. Qué fecha dio ‘el Presidente’ y si se cuenta el día actual y el de la salida para hacer los cálculos. Es lo que me espera cada día hasta el día que sea. Son 9. No, son 8. No, 10… Y así cada día con un número menos. Como éste recule, vamos a tener puto (y algo más) para rato.
Día 39. 919 horas y 3 minutos de encierro. 9 de la mañana. Después de dos horas y pico de curro me dispongo a sentarme para tomar, más relajado ya, mi segundo café. Aparecen dos pequeñas figuras junto a la puerta. Empieza el combate diario…
Me río yo de los pilotos y de los brokers. Si queréis saber lo que estrés, tratad de hacer la declaración de la renta con un mosquito en cada oreja, cada uno pidiendo lo suyo. Junta luego al típico cliente al que, justo el día menos oportuno, le da por pedir cositas. La he presentado (la declaración) pero no sé muy bien cómo. Ni siquiera sé cuándo lo hice. Sirva este escrito como descargo, si algo sale mal.
Hoy ha llovido, así que hemos aprovechado para que María estrene el chubasquero que compramos poco antes del encierro. Una buena mojada en el balcón y para adentro. Probablemente no volverá a usarlo. Creo que pediré una subvención también por la ropa comprada, no usada y que ya no da la talla. Me la apunto junto a las demás. Habrá quien haya flipado viendo a la enana, pero os aseguro que eso no es na. Al desfile de batas, pijamas y babuchas hoy se ha unido un tipo en calzoncillos. Tan tranquilo, asomao. Aplaudiendo. Esto se va de madre. Estamos rozando la locura, o puede que la hayamos sobrepasado todos, así que esta noche la dedicaré a olvidar. A perderme del mundo atiborrándome de kikos gordos, como hace uno que yo me sé y a quien le dedico el sainete de hoy.
Día 40. 944 horas y 3 minutos de encierro. ¿Sabéis el juego de caracteres e iconos (ues, ges, signos de admiración, calaveras, martillos…) que llenaban los bocadillos de Filemón en los cómics cuando Mortadelo hacía de las suyas y el pobre hombre se cabreaba? Esa sería la descripción más gráfica de las palabras de Jaime cuando hemos metido el dedo en la llaga diciéndole que ‘el Presidente’ había dicho que, lo de salir, ahora no. Es todo lo que puedo deciros, porque la textualidad me llevaría a la cárcel.
Seré breve hoy: el día ha sido para amordazar y amarrar a los Gremlims. He resistido, a pesar de todo, pensando en el domingo. Soñando con decirles que corran mucho y escaparme en dirección contraria.
Día 41. 966 horas y 28 minutos de encierro. Hoy no es el día. Así que os voy a contar una historia. Os pongo en situación: Conozco a una señora, madre de una amiga, 50 y tantos largos. Ama de casa de toda la vida. Hacía casi 20 que su marido se había largado, dejándola, sin trabajo ni formación, sola con cuatro hijos y la certeza de que tendría que tragar mucho si quería tener con qué criarlos. Y así, aguantando ruido y agravios, estuvo todo ese tiempo. Y más, después. Lo propio cuando pasaban esas cosas.
A lo que voy. Estoy en la cocina, con ella, esperando a que baje mi por entonces amiga. El tipo está en la terraza y pide un vaso de vino, y ella, mientras tararea ‘María la portuguesa’, lo vierte en un vaso que llena casi hasta el borde. Yo la observo, entre tanto, sacando una cuchara del delantal (lo recuerdo rojo, estampado) y mirándome mientras dice: ‘A tomar por culo’. Y se va. Luego vuelve, doblada, con las manos en el estómago y, literalmente, meada de la risa. Riéndose de lo que sea que hubiera hecho con el vino.
Por entonces yo ya lo traía de serie, pero también lo aprendí de ella, ese día y otros muchos: no hay mejor antídoto contra el sufrimiento que la risa. Apoyarse en ella, utilizarla, incluso excederse. Por eso hago esto aquí cada día desde hace casi mil horas. A veces no hay ganas y a veces hay muchas. A veces, es verdad, las circunstancias no ayudan, pero son precisamente esas circunstancias las que más lo merecen. La risa. También la música. Y el cariño. O una buena acción, por pequeña que sea. O todo junto.
Es curioso que no solemos pensar en lo que nos marcan determinadas personas que nos rodean hasta que no están, y aunque ella se ha estado yendo poco a poco desde hace tiempo por su enfermedad -que no por ser enfermedad deja de ser una auténtica hija de la gran puta- es precisamente hoy cuando he recordado aquello. No tuvo suerte en la vida, ninguna, ni siquiera al final, pero lo resolvió a lo grande: cantando, riendo y haciendo cosas buenas cada día.
Jaime dice que ahora la abuela Mari le tirará los caramelos desde el cielo. “Y también cantará”, le de dicho. Caramelos y coplas en el cielo. Y nosotros, aquí abajo, a reírnos mucho. Incluso (sobre todo) de lo perra que es la vida.
Homenaje a una Flor humilde, que es mi preferida.
Día 42. 990 horas y 58 minutos de encierro. Parece ser que el ministro de Sanidad tendrá el poder absoluto en esto de desconfinar y desescalar. Lo leí ayer, y no pude abstraerme de aquello que ya os dije, el ministro Illa, a pesar de ser claramente un illo. Pero he ido a más, cosas del aburrimiento, y observo que Illa, así escrito en letra de imprenta, no se entiende bien. Es como si pusieras llla. ¿Lo veis? Apenas una milimicra separa la i mayúscula de la ele minúscula. Eso hay que hablarlo. A lo que iba: le he dicho a Jaime que ahora quien decide sobre salir o no, y cómo hacerlo, es Illa, y me ha preguntado si es bueno o malo. “Ya veremos” -le he dicho- “pero de momento no le digas puto”. Porque claro, putoilla suena mal. En todo caso sería putoillo.
El día, un infierno. Estos niños son como lapas gigantes que se te pegan y no se van ni con agua caliente. Dice el presidente de aquí, el Juanma Moreno, que para mayo habría que empezar el cole. Yo ya he comprado un lacito rojo para cada uno. Los dejaré en la puerta, bien envueltos, y no volveré más.
Día 43. 1014 horas y 28 minutos de encierro. Hablemos del cine en casa. El cine en casa es una cosa que se hace para que los Gremlims se peleen entre ellos decidiendo qué van a ver. Van diciendo pelis y, si por casualidad alguna vez coinciden, uno de ellos se desdice rápidamente, no sea que se hayan puesto de acuerdo. Después me enfado y pongo lo que me da la gana. Ellos gritan y dicen que nanai, que esa no, patalean, hacen aspavientos, me dicen tonto… Y entonces sí que se ponen de acuerdo, enseguida, para ver Toy Story.
No seré yo quien hable mal de Toy Story. Vi la primera en el cine y me declaro fan absoluto. Pero de los 40 y tantos días de encierro ya van 60 veces, y eso ya no mola tanto.
Total, que Toy Story. La ponemos. La mano de Andy maneja al señor Patata y ya están pidiendo chuches. Luego otra vez, y luego otra, y otra. Cuando se han terminado, Buzz acaba de ‘caerse’. Queda prácticamente toda la peli y empiezan a aburrirse. Peleas. Quítate tú. No, te quitas tú. Tienes un dedo en mi sitio. Tú una oreja… Paramos la peli.
A veces vuelven en sí y continuamos. A veces no y empezamos de nuevo al día siguiente.
Los bucles forman parte del confinamiento, como imagino que habréis podido observar. Hoy es viernes y hay cine. Mañana es sábado y saldrá ‘el Presidente’. Cada día a las ocho el dichoso balconcito. Cada mañana, mantel en la mesa y cole en casa. Los 43 putos días de la marmota y los que quedan. Puto coronavirus, puto presidente y puto tó.
Día 44. 1039 horas y 28 minutos de encierro. Que dice ‘el Presidente’ que como los papis y los niños nos portemos mal, los demás se joden y se quedan sin desescalada. Así que estoy por iniciar un crowfunding/chantaje. Si los que no tenéis hijos pequeños queréis salir, tendréis que ingresar dinero en la cuenta corriente que pondré en los próximos días. Si no lo hacéis nos portaremos muy mal y se acabó.
Mañana es el gran día. Llevo una semana respondiendo a la pregunta (varias diarias) de cuánto queda para poder salir. Solo por acabar con esa tortura merecerá la pena. No podré aún tomarme un tercio en la plazoleta, pero al menos podré echarlos a correr. Eso va a parecer los sanfermines. 80.000 niños en Huelva, he leído. Los mejores sanfermines de la Historia. 80.000 toros desbocaos.
He dejado los patinetes lustrosos y la ropa nueva preparada. No sé si los zapatos les valdrán, porque esta gente en un mes y pico ya crecen, pero si no les valen van a salir igual. Se estiran bien, se doblan arriba y abajo como si eso los hiciera crecer un número, y palante.
Una hora de libertad bien vale una cervecita. Me la tomo ahora mismo, mientras abro la cuenta para vuestros ingresos.
Día 44. 1062 horas y 28 minutos de encierro.
-¿Hoy no era jjdhhuggso?
-¿Cómo?
-¿No tocaba jjdhhuggso?
Entonces ha sacado la cacerola y ha hecho como que le daba con la tapa. -Que si hoy no era esto.
Mi vecina, la señora mayor, la que vive cerca del rencoroso, pero en otro edificio, no sabía si hoy tocaba silencio, aplauso o cacerola. Así que le he dicho que toque lo que quiera. Total…
Este domingo ha sido diferente a los últimos ¿ocho? ¿nueve? Los enanos han salido.
A pesar de la importancia del evento, les ha dado un poco igual y han hecho como siempre: una hora insistiéndoles para que se laven y se vistan mientras corretean. La locura habitual. “Pues si no os vestís ya, no salís” (mentira, pero funcionó).
Después de explicarles las reglas una vez más, al fin salimos. Parecían vampiros, los angelitos. Debimos haber cogido las gafas de sol. Jaime se ha tirado todo en camino al parque quejándose del calor, y una vez allí hemos jugado al ‘pilla-pilla 2 metros’, que consiste en pillar a una distancia de dos metros. Si estás a más, no vale. De modo que la pelea ha sido si uno u otro estaba a más de dos metros. Ha costado, pero al final lo han pillado, creo, y se saben a ojo el cálculo. Ya están salvados del putoviru.
A la vuelta, una ducha (bastante impopular, por cierto) y a comer pollo empanao junto al balcón, para que no se pierdan las viejas tradiciones. Mañana volvemos al cole en casa. La pesadilla continúa…
Día 45. 1062 horas y 40 minutos de encierro. María dice que necesita gente, que no hay nadie y que está harta (léase ‘jarta’) de nosotros. Le he dado consuelo, por no decirle que el que está harto de ellos soy yo. Educación nos lo está poniendo ahora más complicado y tenemos que mandar resultados de tareas y cosas de esas. A ver, no es por mandarlas, que se hace y punto, pero Jaime suele escribir mensajitos escondidos, incluso algún dibujo irreverente, y me da cosa que piensen que vaya padres tiene. Lo típico, que piensen que los educamos mal y vengan de asuntos sociales y se los llev… Ummm. Interesante.
El aplauso de hoy ha sido eso, solo uno. Una palmadita. Parece que las fuerzas se agotan. Lo mismo las han gastado escupiendo a los niños desde los balcones, aunque he de decir que en mi vecindario han estado animando a muchos de los que pasaban. Pues eso, aplauso breve y luego el trompetista desafinado, que nos ha deleitado con algo que no sé muy bien lo que ha sido.
Llevo todo el día pensando que el Día 1 de encierro escribí 4 líneas en plan coña, y a lo tonto a lo tonto llevo mes y medio, y que ya vale. Como estamos desconfinando, voy a empezar a desconfinar el diario porque esto tiene pinta de que va a durar hasta navidades y no es plan. Empezaré escribiendo cada vez menos y, cuando abra el primer bar, se acabó. Que al fin y al cabo lo que echamos de menos no son abrazos ni leches. Lo que echamos de menos son los bares.
Día 46. 1086 horas y 38 minutos de encierro. Hoy estará la cosa algo escatológica, lo aviso ya para quien no quiera seguir leyendo. He hecho una pequeña encuesta estos días acerca de los gases y el confinamiento. La mayoría de los encuestados asegura que el encierro da gases, e incluso he recibido información científica al respecto. Al parecer, la cosa viene de moverse poco. Al hilo de esto, curiosidades de la vida, ha llegado a mis manos un reportaje de Muy Interesante en el que se trata de responder a una duda que seguro que nos asalta a todos: ¿Los gases intestinales pueden contagiar el coronavirus? La pregunta no es baladí, porque podría responder al enigma del famoso epitafio: “Por un peo aquí me veo”, que de siempre se ha achacado a las consecuencias de aguantarse las ganas y puede resultar que no, que un peo puede acabar con nosotros. Total, que lo leo por si acaso y el señor experto asegura que no, que eso no contagia. Sin embargo, y OJO CON ESTO, un eructo es más fácil que lo haga, porque sale de la boca y puede ir unido a salivillas y demás.
Luego os dejo el enlace para que veáis que no me lo estoy inventando, aunque lo parezca. Os ruego que prestéis especial atención a un salvedad que, con respecto al peíto, pone el entrevistado.
Con respecto al día, que ya sé que después de esto no tendrá mucho interés, lo propio: una locura de mañana en la que es IMPOSIBLE trabajar con las dos cotorras al lado, una tarde placentera con paseo incluido (sin escupitajos de nuevo) y luego tratando de resolver el puzzle de la desescalada, que no sé por qué -o sí lo sé- me recuerda a los juegos de recompensas de los niños mezclado con el parchís y un poquito de damas. He estado atento al temita de marras, el cole, y según dicen va a ser difícil entregarlos con el lacito hasta septiembre. Solo espero llegar vivo para contarlo.
Por cierto, los bares abren en la fase 1 (poco, pero abren). Así que ya tengo fecha.
Mientras tanto, no os peáis. Por si acaso.
Día 47. 1111 horas y 4 minutos de encierro. Ya os he hablado de la experiencia Matrix que supone ir al súper: esquivar brazos y hombros de la peña, vigilar permanentemente quién y cómo se acercan a cada lado… Estoy por comprarme un espejo de esos de ángulo muerto para acoplármelo en las gafas, porque yo soy incapaz de buscar los geles y a la vez vigilar mi zona de confort para evitar contactos. Una situación que, por cierto, se está complicando ahora con las salidas de los Gremlims, y no es porque la gente se pegue, que también, sino porque esto de los dos metros en algunos sitios no da de sí. Nos juntamos 5 en una acera y ya la hemos cagao. Hay que elegir en décimas de segundo entre contagiarse o caer al precipicio, todo mientras sujetas con cada mano a estos, que cuando ven que no llegamos a los dos metros empiezan a volverse locos y a moverse de un lado a otro intentando alcanzar la distancia. Cuando lleguen los runners a ver cómo nos apañamos, y en las próximas fases no te digo na. No cabemos, vaya.
A lo que iba: el súper. Ahora algunos te obligan a ponerte guantes de esos de la fruta (que nadie usaba y por eso tienen tantos), que está estupendo, oye, pero cuando te toca comprar una berenjena y meterla en las bolsitas… Jodeeeeer. Es imposible. Te puedes tirar media hora refregando tus manos enguantadas con la puñetera bolsa, que no la abres. Al final buscas a alguien que trabaje allí, le pides el favor y entre que te acercas a menos de un metro para que te la devuelva y que, del sofoco, te paseas el guante por toda la cara, más valía, piensas, haberse sacao la mano y abrir la bolsa como Dios manda.
La nueva normalidad será esto, dicen, así que no sé yo si mejor quedarme como estoy. Pero con cole, claro.
Día 48. 1136 horas y 1 minuto de encierro. Hoy… Tacháaannn. Las mascarillas. Veréis, yo tengo dos problemas. Bueno, tengo muchos, pero para este asunto en concreto tengo dos. El primero es que llevo gafas. Os parecerá, a los que no tenéis, una tontería. Pero no. Las gafas se empañan con la mascarilla puesta, así que en cuanto respiras ya no ves. Eso ya me pasaba, por ejemplo, con el horno. La cocción del pollo la distingo por el olor, porque de otra forma es imposible. Lo mismo con la olla. Si no escucho pop pop pop es que ya no queda agua. Ahora, en el súper, tengo que elegir entre respirar o ver. Y eso es un problema. El segundo y no por eso menos importante es que no tengo orejas. A ver: sí tengo, pero son muy chicas, así que las gomillas las aprietan y, como no tienen margen, se me salen y la mascarilla se me cae. Las orejas no las puedo cambiar, así que ahí tenéis el otro problema.
He oído que el sábado ya se puede salir, en horarios y actividades restringidas. Fase cero se llama, y estoy pensando cómo organizarme para practicar mi deporte favorito (ya sabéis que soy carne de gimnasio), pasear con mi esposa, pasear con los niños y luego al gato, que tiene tanto derecho como cualquier mascota. Son muchos compromisos y tendré que atenderlos, digo yo.
Día 49. 1158 horas y 48 minutos de encierro. Hoy han salido las ministras Nadia Calviño y María Jesús Montero para contarnos que vamos a ser más pobres aún. Nada nuevo, salvo que he estado pensando que, en beneficio de la igualdad, igual que el ministro Illa debería ser Illo, a la ministra Montero no le pega Montero, sino Montera. La ministra Montera suena mucho mejor. Lo de Calviño es otra cosa distinta. Es escuchar su nombre e inmediatamente trazar en mi mente a una señora haciendo piruetas: “Nadia…”, Y pum: la Covaleci en la cabeza, haciendo el pino en el potro con la cara de la ministra. Cosas mías. Ahora que estamos hablando de igualdad, hoy he pensado que hemos dedicado mucho tiempo a las babuchas y su fastuoso reinado pero muy poco a la resurrección de las bicicletas estáticas. Esos aparatos que vivían única y exclusivamente para criar polvo en patios y salones (y lo sabéis) han podido, por fin, sentirse útiles a la Humanidad. Había, también, que dedicales unas líneas, y este es mi pequeño homenaje. Por lo demás, todo tranquilo hoy. Un día de fiesta como cualquier otro de los 49 que llevamos ya, y deseando que llegue mañana. Como podéis ver en la foto, tengo ya mi chándal preparado para hacer deporte. ¿Cómo era aquello? Un, do, papa y arró; un, do, papa y arró.
Día 50. 1182 horas y 26 minutos de encierro. La diversión de hoy ha consistido en escupir desde el balcón a todos los runners en pareja y familias enteras que han salido a pasear a la fresquita de la mañana o la tarde mientras los padres nos freíamos a mediodía. Por suerte solo tenemos una hora para salir, al contrario del resto, y no hemos acabado como un charquito en el suelo. Imagino que en Madrid se estará muy bien a las cinco de la tarde por la calle. Ya os llegará la fase 2 lejos de la playa, guapitos.
Hecha la reivindicación del día, toca hablar de los vídeos que de cancioncitas, recetas, bailes o manualidades se hacen en casa. ¿Qué pasa, que lo tienen todo recogido y limpio siempre? ¿No tienen humedades en las paredes? ¿Ninguna pintadita? ¿No hay un hilillo suelto en la cortina? ¿Y la grasa de sus campanas? ¿Por qué se ve todo tan perfecto? Es mirar los vídeos que pululan por ahí y lamentarme por ser un desgraciao. Hostia, es que ni les salpica el aceite cuando fríen un pollo empanao.
Hablando de freír, he hecho churros y, esta vez, ha salido. Sin estalactitas ni nada, oye. Y estaban hasta buenos. Lo mejor es que ahora que he aprendido van a empezar a abrir las churrerías pasao mañana y, claro, los prefiero hechos no solo por el sabor, que también, sino porque la placa ha acabado como un Prestige de encimera.
Día 51. 1208 horas y 6 minutos de encierro. Si el putoviru aguanta esta caló lo busco y le doy un beso. Os digo ya que Jaime ha vuelto a las andadas y el punto de mira de su ira calorífera ha sido, cómo no, ‘el Presidente’. Lo ha puesto a caldo mientras volvíamos, sudando como pollos, del paseo de las 12. Le he preguntado si ‘el Presidente’ tiene acaso culpa del calor, y con toda su sabiduría ha dejado claro que “no, pero él ha puesto la hora”. Y me he callao mientras seguía soltando improperios un par de tonos por encima del habitual, que ya es alto de por sí.
Durante la sauna-paseo de hoy hemos cogido flores para la mami, acojonao con tanto ir y venir de polis, a ver si me iban a crujir por coger flores del parque, que nunca se sabe.
Aún no he usado mi chándal. He preferido calentar un poco porque después de 50 días sin hacer deporte (10 o 12 mil días por arriba o por abajo) temo que me dé un tirón o algo. Mañana igual lo intento, si es que llego vivo, porque tengo trabajo acumulado para una semana y toca el coleturtura en casa. Me temo lo peor. Y encima tendré que hacer running en babuchas.
Día 52. 1230 horas y 52 minutos de encierro. Vamos 2-0 contra el putoviru en Huelva, una victoria de esas que pueden complicarse en cuanto te marquen uno, pero que de momento nos da alas para ser optimistas. La gente empieza a abrir comercios, incluso ya hay bares para pasarse a recoger y, claro, se me van antojado cosas. Pensé en ir esta mañana a por churros, pero luego he caído en la cuenta de las colas. Porque, seamos sinceros: uno iría a por churros casi a diario de no ser por las majestuosas colas que se montan siempre, que parece que los regalan. Si añadimos dos metros entre cada uno, lavados de manos, esterilización de utensilios, geles hidroalcohólicos y el habitual ritmo de los churreros podemos encontrarnos una cola del Patrón a Punta antes de darnos cuenta.
Lo mismo con los pollos. Si grande ha sido siempre la cola pa comprar una mierda de medio pollo con una tortilla, ahora será descomunal. Colas mitológicas y esperas eternas. Por ejemplo, en el bar. ¿Cuánto tardará un camarero en traerte un tercio? Si ya antes del putoviru llegaba la cerveza caliente, entre la espera y el calor va a ser mejor que le echen unos fideos y así vamos picando algo.
En las peluquerías ya dan citas pa final de mayo. Esa es otra. Y en el dentista o el oculista. Si antes había que esperar hasta la desesperación, ahora es casi mejor no ir. Que se me caigan los ojos, si hace falta, que yo no espero tanto. Bastante tengo con tener que aguantar hasta septiembre para que los Gremlims me den al fin un respiro. Medio año con ellos en casa a todas horas, y ahora dicen que lo mismo algunos se siguen quedando en casa para entonces. Lo ha dicho la Celaá (a esta mujer le sobra una A, ya lo sabéis).
Día 53. 1255 horas y 41 minutos de encierro. Me las prometía yo muy felices a mediados del confinamiento, allá por el día 600 y pico, cuando daba por hecho que íbamos a salir todos gordos de casa cuando acabara el secuestro. Y ahora resulta que a todo el mundo le ha dado por correr.
A algunos se les cala de lejos. La cara apretá, como peyendo (espero que de verdad no se contagie así el putoviru), simulando que han hecho algún deporte antes, más allá de mirar partidos con la cerveza en la mano. Otros, sin embargo, no. Otros echan de verdad carreritas, cogen las bicis y las cosas esas que hacen los deportistas. Así que ahora que se está debatiendo si Huelva hace una desescalada express ando con el ferviente deseo de que mi amigo el ministro Illa (illo) salga diciendo que sí, que palante, y a estos no les dé tiempo a perder sus kilitos de más y nos veamos, como predije, todos gordos como omaítas en el bar.
Día 54. 1279 horas y 51 minutos de encierro. Hay un poli por el Parque de Zafra con instinto cazador. Va a por los niños. Olfatea un rato oteando el horizonte e inmediatamente los ve: incumplidores. Parejas con niños, niños más o menos cerca… Lo capta todo, el tipo. A otros incumplidores, sin embargo, ni los mira. Puro instinto. Yo voy bien, o sea, solo con los dos Gremlims, pero aún así acojona. Lo bueno es que divierte verlo, al acecho, llevando el coche a lugares inhóspitos para pillar a los más escondidos. Esa ha sido mi diversión del día. El resto es lo que ya sabéis, o peor. Juraría que hoy han roto el récord de papis. Qué sopor. Qué ganas de estrangular. O cazarlos, como el poli.
Pero bueno, los quiero, y hoy se han llevado una gran alegría. Y yo también. ¿Recordáis cuando os dije que la horita de salida se la habían tomado que ni fu ni fa? Pues claro, porque a ellos lo que les molan son los bares, y hoy hemos visto nuestro bar de cabecera en plena limpieza, preparado para abrir el lunes, y sus gritos de alegría han inundado la plazoleta. Los míos también.
El lunes abren los bares y este diario pasará a mejor vida. A un mundo mejor. El mundo del tercio de Cruzcampo.
Día 55. 1304 horas y 38 minutos de encierro. He estado semanas atrás con la perrera en la cabeza sobre cómo decirle a Jaime que este año las Colombinas… Pues eso, que la cosa no se sabe y tal. Y hoy he ido por lo radical y le he dicho que no habrá. Y él, después de ofender fervientemente a su amigo, el que ya sabéis, ya seguido a lo suyo y ha soltado que, bueno, como su reto este año era montare en el Ala Delta, mejor esperar un año que ya será mayor y lo superará con más alegría. Por mí, mejor, porque me pongo a pensar en un sitio peor al que ir en una pandemia y no lo encuentro. Esas hamburguesas Uranga, esas churrerías, esos coches tope con volantes manoseaos, esos lomitos de anteayer. ¡Esos baños en los que podrías comer en el suelo!
Además, pienso, pa Colombinas ya podremos montar fiestecitas. Y ese va ser mi proyecto en este verano. Barbacoas eternas, noches de pizza y fritanga, amigos y Cruzcampo hasta que acabe como un sapo. El putoviru me lo debe.
Día 56. 1328 horas y 48 minutos de encierro. Muero por que a la ministra Montero (o Montera, como prefieran) se le vaya la olla y suelte un día “putoviru”. Algo en plan “El gobiehno ha tomao lah medida necesaria para que nadie se quede atrá porer putoviru”. Si un día ocurriera, gritaría desde el balcón, junto a mis carteles de ‘puto coronavirus’ y ‘todo va a salir bien’, un enorme viva la madre que te parió. Que, por cierto, lo pienso cada vez que la escucho en rueda de prensa en su perfecto andalú, y al que no le guste que se joa.
Después, por la tarde, le ha tocado el turno al Illa y al gran Fernando Simón, del que un día hablaré. Han hablado de la fase 1. De las normas, los desplazamientos, los encuentros (que digo yo que serán ‘encuentros en la primera fase’) y ha quedado todo perfectamente claro: por la mañana, running con mi chándal, desayuno y carajillo. A mediodía sacamos a los niños, pero al bar a tomar una cerveza, que empalmamos con el almuerzo y posterior paseo, esta vez con Inma a dos metros (creo yo) para después merendar en el bar una tostadita, coger los bártulos y largarnos a la playa pero no a pasear, por supuesto, sino a reunirnos con 6 más, puede que con 9 si la unidad familiar cuenta como uno, o quizás a hacer turismo activo, que tampoco sé si entra como deporte o qué. Luego hago otra vez running, cervecita, recojo a la familia y a cenar al bar hasta que cierre. Espero que en BOE la cosa quede más clara, porque os juro que me han entrado ganas de decirle al ministro: “aclárate, lloooo”.
Día 57. 1352 horas y 3 minutos de encierro. Quedan 32 horas para que abran los bares.
Lo de los supermercados en la era del confinamiento daría para un libro, pero hoy quiero detenerme en la pasta. No en los espaguetis ni los macarrones, sino en los euros, la guita, el parné. Durante este encierro, ir el súper sale por 60 pavos fijo. No importa lo que compres, que siempre son 60, 58.80, 59.67, 61… Es así. Hay cosas que pasan porque sí, y da igual cómo lo hagas que siempre pasa. Incluso si haces para que no pase, pasa. Por ejemplo, el Ikea: 100 euros. Aunque solo vayas con la idea de pasear, te gastas los 100. Y si abres la cajita de la medicina te sale el prospecto ahí, entorpeciendo. Es más, la vas a abrir y dices: “quietooo, dale la vuelta”, porque claro, como cuando abres te sale el dichoso papelito, si le das la vuelta lo conseguirás esquivar, ¿no? Pues no. Ahí está. A veces incluso he abierto el otro lado por si hay dos papeles. En plan te pillé. El azúcar es caso aparte. ¿Por qué coño, envasadores de azúcar, metéis SIEMPRE unos gramitos en el pliegue del cierre? ¿Es por joder?
Y así todo. Hoy por ejemplo he querido evitar que, como cada vez que hay cine en casa, pongan alguna de Toy Story, pero ni mostrándoles la mayor videoteca infantil del mundo he sido capaz. La vida.
Día 58. 1374 horas y 40 minutos de encierro. Quedan 9 horas y 20 minutos para que abran los bares.
¿Qué quieres? Saliiiiiiir. ¿Qué te doy? Lluviaaaaa. Su puta madre…
Lloviendo, dicen, va a estar toda la semana durante la cual iba, al fin, a escaparme. Alguien quiere acabar conmigo, y esta vez no es ‘el Presidente’. Ni siquiera el putoviru. Todo esto lo escribo mientras me asomo al balcón y veo a la gente pasar, algunos como si nada y otros con el traje de buzo puesto. Con esa escafandra/pantalla que parece que van a coger de un momento a otro el grupo de soldadura pa arreglar la cancela. Digo yo que habrá un término medio. Por cierto: el jabón en las gafas funciona… 5 minutos. Después, otra vez lo mismo: o respiro o veo, debo elegir y no siempre es fácil hacerlo. Por suerte, lo de los bares de mañana será en terrazas y a la que pueda no me pongo la mascarilla, porque además estaba pensando cómo coño me tomo la cerveza con la mascarilla puesta. Por no hablar de una tapita. Si le hago un agujero pa la boca, ya no sirve. Si lo que hago es un quita y pon: quito, bebo un buchito, pongo, quito, me meto un trozo de… yo que sé, atún al ajillo, pongo… A la tercera seguro que me echo la cerveza a la boca sin quitarme la mascarilla o, peor, me la pongo pingando de aceitito con ajo y perejil. Lo bueno, si se diera el caso, es que voy a tener aroma para todo el día.
A lo que voy: mañana abren los bares y con ellos cierra este diario, que creo yo que ya está bien. Nuestra última cita será desde la libertad y os contaré cómo ha entrado el tercio, entre otras cosas.
Día 59. 1399 horas y 42 minutos de encierro. Hoy he visto a mi señora madre, por fin, y me ha dicho que nanai. Que a los bares irá en la siguiente fase. Y yo, como buen hijo, he reflexionado al respecto, he analizado vuestros comentarios (algunos me han llegado al corazón, como el del Simón marismeño) y, bueno, continuaré con este diario hasta la fase 2. Solo hasta la fase 2, y ya si queréis más, me pagáis. Además, para colmo de males hoy ha sido un día de lío. Compromisos, trabajo… Y NO HE PODIDO IR a tomarme la primera.
A la vuelta de casa de mami me he lavado las manos. Bueno, antes de llegar me eché el liquidito desinfectante que llevo en el bolsillo cuando salgo y que me está destrozando las manos, más en los últimos días, que tengo un cortecito y un padrastro (de los del deo) que me hacen ver las estrellas cada vez que me limpio. No sé si acabará conmigo antes el putoviru o el liquidito ese. Que me pierdo. Me estaba lavando las manos y he pensado: vamos a ver, entro en el baño, le doy al dispensador de jabón y abro el grifo. Me lavo. Todo perfecto. Pero si tengo el putoviru pegao en la mano ya lo he pasado por el interruptor de la luz, el dispensador de jabón y el grifo, así que, si una vez lavado cierro el grifo y apago la luz, se me vuelve a pegar. Lo mismo en la calle: cojo en el súper un bote de champú y hago algo, no sé, rascarme el culo, que eso lo hace todo el mundo. Luego me desinfecto. Y me rasco otra vez (que es lo más normal porque una vez que te rascas ya no lo puedes dejar). Pum, otra vez en la mano.
El putoviru es un puto bucle, así que estoy llegando a la conclusión de que da igual lo que hagas: si lo tienes que coger, lo coges. No me va a robar más cervezas este bicho. Y que salga el sol por Antequera.
Día 60. 1424 horas y 12 minutos de encierro. Tampoco he ido hoy al bar. Se ve que es mi sino. He hecho otras cosas, no penséis ni por asomo que he estado encerrado en casa. Por lo que se ve, lo de que uno no se olvida de conducir ni de montar en bici es verdad. Lo de la bici ya lo comprobé este verano, cuando me agencié una y pedaleé como si no hubiera un mañana, y eso que la bici era de las modernas, con marchas y todo. Lo del coche lo he certificado hoy. Dos meses sin cogerlo y, oye, como si nada.
Total, que mientras conducía he estado pensando que podría escribir un libro de ‘Sociología del encierro’ y describir un sinfín de perfiles diferentes de personas confinadas. Por ejemplo, ‘los inquisidores de balcón’, que al principio te miraban mal si salías tarde (o no salías) a aplaudir y que luego se dedicaron a escupir en los paseos de niños, más tarde hacían fotos a los runners que no iban solos y ahora graban vídeos de bares. ‘Los agoreros’ son los que, cuando sacan cifras de pocos contagios saltan con “esto no es nada, se va a disparar”, “ya verás cuando salgan los contagios de los niños”, “es que no se hacen tests”, “claaaro, es que es fin de semana”, “hay miles de contagiados en sus casas”, etc. También está ‘el confinado feliz’, que podría perfectamente pasarse tres meses en su casa grabándose videos, haciendo gimnasia y viendo Netflix, y su escisión, ‘el confinado psicópata’, que también es feliz porque encerrado no tiene que hacer vida social. Hay muchas más tribus, pero sigo otro día porque esto me tiene que dar hasta la fase 2 y me quedo sin tema.
Día 61. 1448 horas y 2 minutos de encierro. Hoy han dado a conocer los primeros datos del estudio de seroprevalencia, y mientras hacía mis números no he podido dejar de pensar en ‘el agorero’ del que os hablé ayer, que habrá estado como loco gritando “solo el 5%, vamos a caer como chinches, ya verás…”. Y por supuesto me he acordado de otra gran tribu, la de ‘el escéptico’, que da igual lo que le digan porque no se cree nada. Habrá estado viendo la tele y diciendo: “claaaro”, y luego: “Sí, claaaro. Venga ya”. Por otro lado, ‘el changuenero’ se habrá puesto inmediatamente a crear una recogida de firmas en Change para que el estudio se haga con TODA la población mundial, o cosas por el estilo, porque este personaje ha dedicado todo el confinamiento a recoger firmas para las cosas más inverosímiles: la pobreza en el mundo y la paz mundial (esas fueron antes del Covid), no a los murciélagos chinos, destituyamos a Sánchez, echemos del PP a Casado, una vacuna Ya… Y cosas así. ‘El epidemiólogo’, que es de lo que más hay, habrá disfrutado de lo lindo analizando las gráficas de prevalencia provinciales y sacando conclusiones sobre la extensión de la pandemia en los próximos 50 años. Más allá habrá ido ‘el adivino’, que sabe perfectamente lo que va a ocurrir en los próximos días con respecto a contagios u hospitalizaciones, movimientos políticos y acuerdos sociales, y si no da igual porque siempre dice: “Lo sabía”.
Y con esto acaba la segunda fase (que no la última) de mi sociología del encierro. Entretanto, ha pasado otro día sin ir al bar.
Día 62. 1470 horas y 35 minutos de encierro.
14 de enero de 2020:
- ¡Cari, cariiii! ¡Que me ha llamao Pedro! ¡Que soy ministro!
- Ay, cari, no me digas. Ay qué bien. ¿Y de qué? ¿Interior? ¿Justicia?
- Qué vaaa. Sanidad, cari. Aquí el trabajo lo tienen na más que las comunidades. No voy a hacer el huevoo.
14 de mayo de 2020:
- HostiaputaHostiaputaHostiaputa, illooo.
‘El confitado’, que es una de las grandes especies que ha dado el confinamiento, jamás entendería tanta infelicidad de nuestro querido ministro Illa. Él, que se las prometería tan felices hace cuatro meses sin imaginar la que se le venía encima. ‘El confitado’ es ese que ha dedicado todo el confinamiento a pintar arcoirises y a aplaudir con lágrimas de emoción. Es todo dulzura, como su propio nombre indica, y para él el encierro ha sido el cambio más importante de la Humanidad desde el descubrimiento del fuego. Aún no ha salido a la calle para descubrir hasta qué punto se equivoca.
El que está todo el día en la calle es ‘el machote’. Ese sale sin mascarilla, nunca esquiva a nadie e incluso da la mano y abraza a quien se deja. No le tiene miedo a nada porque es un machote y lleva siempre la misma ropa. También sale ‘el paparachi’, que es una versión del inquisidor de balcón, pero a ras de suelo. Este, además, se dedica a sacar fotos de todo tipo de incumplimientos, o lo que él piensa que lo es, y las publica en las redes sociales.
Por último, por hoy, ‘el cochinilla’, que es todo lo contrario al machote. Cuando sale a la calle se encoge hasta permanecer como una croqueta. Casi inerte, procura no rozarse con nadie. Va siempre mirando al suelo, agazapado, y si alguien pasa en cinco metros a la redonda se pone redondito para que no lo toquen.
Mira qué casualidad. Redondito, como estamos todos.
Día 63. 1496 horas y 3 minutos de encierro. Os voy a decir una cosa. Poder reunirse con la familia o con amigos y no poder darse un abrazo es una mierda. Un coitus interruptus en toda regla, y claro, a uno le entran ganas de seguir y terminar abrazando. Es difícil, pero yo tengo una técnica infalible que igual os viene bien: me imagino al doctor Simón diciéndome que no con el dedo índice y se me quitan las ganas. Probadlo, si no lo habéis hecho ya. Hablando de abrazos y de brazos, toca continuar nuestra serie sociológica del confinamiento con ‘el vigoconfiréxico’. Es el confinado que no solo no ha engordado (rara avis) sino que encima se ha petao aún más de lo que estaba. Como digo, es una especie extraña pero fácilmente distinguible porque siempre va en tirantas.
Vamos a llegar a la semana de la fase 1 y aún no he parado en un bar. Gracias, fundamentalmente, a las dos lapas que tengo pegadas a mí las 24 horas. Estoy por pedir una subvención por el trauma psicológico ocasionado, o al menos enterarme de eso de las clases de refuerzo de julio, que por lo visto será para quienes no han podido hacer en condiciones su cole en casa, y que digo yo que también valdrá para los padres que no han podido trabajar por tener que hacer de profes entre grito y grito. Las sienes las tengo gastadas, os lo juro, de masajearme para que se me pasen los cabreos, pero no siempre funciona. Hoy, sin ir más lejos, he escrito TRES líneas que ahora tendré que rematar durante la noche, entre papi y papi. Porque, por supuesto, de noche también llaman. Los putos Gremlins.
Día 64. 1520 horas y 15 minutos de encierro. Hablemos de ‘el comebulos’. Es un especimen confinado que abunda especialmente en las redes sociales, aunque también podéis verlo en vuestro hábitat natural si prestáis atención. Su diversión en este encierro ha sido compartir todo tipo de noticias falsas, venga de donde vengan, e incluso es lo único que se cree. Las de verdad son, para él, mentira.
‘El confinaíto’ es un tipo aparentemente normal, pero sigue confinao aún después de la desescalada. No lo hace por miedo, sino porque en su casita está calentito, agustito, tranquilito. Hoy he estado con uno en El Rompido, donde he estado disfrutando un poco de los beneficios de la fase 1. Os diré que en el viaje ha habido momentos de tensión por un par de controles policiales que hemos visto. Por si acaso, siempre llevo en el móvil la copia del BOE de la semana pasada y el trocito de vídeo en el que ‘el Presidente’ (ya lo escribe solo el móvil) dice que podemos ir a una segunda residencia, no sea que haya que ponérselo en bucle a los polis. Total, que vi los controles y me acordé de que aún no he podido entrenar con el Call of Duty y se podía complicar la cosa, aunque a estas alturas, ya sin ejército, va a ser mejor ensayar con el GTA. Vamos, que ni nos pararon ni nada y allí hemos echado el día. Tranquilos, tomando el sol mientras los Gremlins jugaban y nos dejaban felices, ¿Verdad? Pues NO.
Día 65. 1543 horas y 28 minutos de encierro. ‘El sabatino’ es el único especimen que se traga cada sábado desde hace 60 y pico días el discurso de ‘el Presidente’. Puede ser amigo o enemigo, pero se lo traga, y si no puede verlo en directo se lo graba para luego soltar su loa o su diatriba en las redes sociales o, los más recatados, durante la sobremesa’. Muy lejos está ‘El simonero’, que son legión. Casi religión. El personaje en cuestión cuenta las horas entre rueda de prensa y rueda de prensa del doctor más famoso de la era de la babucha. Lo escucha y sonríe casi de forma inconsciente. Lo adora. Por supuesto que hay antisimones, pero no son una especie en sí misma.
Yo he sido simonero una época, aunque luego lo dejé. Debo deciros que en la sociología del encierro nada es permanente ni excluyente. Hay agoreros simoneros, simoneros epidemiólogos (los que más), inquisidores de balcón que luego se convierten al paparachismo, vigoconfiréxicos que también son confinaítos… En fin, que puedes ser de dos o incluso más tipos, y también haber sido uno y más tarde otro.
Abramos la veda ¿De qué tipo eres?
Día 66. 1567 horas y 44 minutos de encierro. Dice la OMS que nanai, que de eso de que el putoviru vaya saltando cual piojo del pasamanos a tu cara no hay pruebas. Esto viene a romper con la imagen que tenía del bicho en plan Rambo, dando volteretas en el aire para infectarnos, así que empezaré a pensar en él de otra manera, en plan más sosegado, menos pegajoso. Aunque con la misma cara de mala leche, que eso no hay OMS que se la quite.
Ayer me recordaron a ‘El hiperactivo’, que es el confinado que se ha pasado el encierro haciendo cosas sin parar: ahora pinto la reja del balcón, ahora aprendo claqué, ahora ordeno la ropa, ahora restauro un mueble, ahora arreglo una puerta… Y su opuesto, ‘el soñador’, que ha pensado que, aprovechando el encierro, iba a hacer lo mismo que ‘el hiperactivo’, e incluso más, pero no ha hecho nada. Aquí me incluyo yo. Otra gran especie es ‘el artista de la pista’, que durante el encierro ha salido del armario del Arte para mostrar al mundo sus cualidades, habitualmente centradas en el mundo de la música (un ejemplo: mi trompetista desafinador). Y no podemos olvidar a ‘el realfooder’, un tipo al que le ha dado por comer sano en un mundo en que todos comíamos mierda, pero que ha salido a la calle igual de gordo que el resto.
Día 67. 1592 horas y 35 minutos de encierro. No todo iba a ser malo. El putoviru me ha hecho el favor de mi vida con eso de la playa. Que si ducharse antes, que si turnos, que si 4 horas, que si la distancia de seguridad… Todo se alinea para que este año, por fin, me libre de la playita dichosa, no sea que se me pegue un grano de arena con el bicho ahí agarrao y la liemos. No más multitudes, ni cuerpos sudaos llenos de arena, algas, conchenas… Fuera crema protectora, que no me extraña que proteja con lo asquerosamente pegajosa que es. Fuera el que te pega la sombrilla al lao con diez kilómetros a la redonda sin nadie. No más vigilancia de los dichosos juguetitos de playa, que gustan a todos los niños menos a los míos. Fuera paletas, toallas que no se quedan rectas con el puto viento, o que se doblan justo cuando te vas a sentar. Adiós, querida playa.
‘El cocinitas’ no es, ni de lejos, como ‘el realfooder’. Se trata del personaje que ha matado el tiempo cocinando cosas que no había hecho nunca. Ojo, que ahí es donde está la gracia. Porque cocinillas hay, pero ‘el cocinitas’ ha intentado crear, innovar, aunque la inmensa mayoría de las veces le ha salido una mierda (ejemplo: mis churros). Todos hemos sido un poco ‘el cocinitas’ durante el confinamiento.
Día 68. 1616 horas y 2 minutos de encierro. Mascarillas. Ay, las mascarillas. Jaime no las soporta, así que cuando le he dicho que ‘el Presidente’ le va a obligar. Ya sé que ha sido mi amigo Illa -amigo Illa, qué mal suena, por Dios-, pero me gusta escucharle, y efectivamente ha montado en cólera. Si subiera las reacciones de Jaime a Youtube, no tengo duda de que sería la Tía Pepa en versión 8 años. A lo que iba: dicen los estudios que el temita de las mascarillas obligatorias saldrá a 100 napos al mes por familia, de media. Imagino que harán sus cálculos pensando en que cuando uno usa una mascarilla, la tira. No sé cómo hará el resto, pero yo sigo con la mía desde que la tengo y, oye, sigue oliendo bien. Además, la he mirado de cerca y no he visto ningún bicho. Así que palante. Va apañao Illa si me quiere sacar a mí 100 euros al mes en mascarillas, con lo que cuesta facturarlos.
Además, eso de obligatorio es un poco pallá, porque a ver: espacios cerrados… vaaale. Vía pública cuando no se puedan garantizar los dos metros de marras… Pues no me veo con un metro en una mano y la mascarilla en la otra. Al menos pa comer y beber te dejan quitártela, con lo cual me resuelven el problema del atún al ajillo y la pringue que ya os comenté.
Pues nada: mascarillas, como los chinos. Zapatos en la puerta, como los chinos. Saludar de lejos, como los chinos. Todavía voy a empezar a creerme la teoría de conquista por guerra química.
Día 69. 1640 horas y 55 minutos de encierro. Creo que ya os conté que en el instituto me inventaba la forma de la curva en la gráfica de cálculo de probabilidades porque no tenía ni idea de por qué se ponía de una manera o de otra. Con los poliedros me pasa igual. Carezco de perspectiva, así que tener que ponerme a explicarle a Jaime el temita de marras sin tener ni idea no tiene más remedio que acarrear consecuencias: muchos ejercicios mal y mi autoridad moral sobre mi hijo por los suelos. Estoy a un paso de declararme en huelga de cole en casa, darles las tablets y a vivir la vida. No sé si a los padres de aquí les pasará, pero eso de que no iban a dar contenidos nuevos se lo han pasado por el arco del triunfo, y ahí me veo yo, con los poliedros y mi cara de prisma irregular (menos mal que hasta ahí no han llegado, porque no sé cómo es un prisma) y, sobre todo, con mi halo de súper papi en la basura, que es lo que me faltaba después de dos meses encerrado, dos semanas sin pisar, pudiendo, el bar, y unas mascarillas que se le siguen cayendo porque tengo mini orejas. ¿No iba a caer un meteorito? Pues que venga ya y me lleve.
Día 70. 1664 horas y 23 minutos de encierro. No hay casos positivos en Huelva. Desde hace días. Eso pasa a veces, que no se contabilizan contagios y a los pocos días, plum, salen unos pocos. En casa tenemos una teoría: el tipo que cuenta los casos en Huelva permanece dormido una semana y cada martes se pone a currar, total, y así suma todos los días juntos. Lo que parece claro es que aquí podríamos andar esnifando los mocos de todo el que pase, que no pillaríamos el putoviru. Aún así, yo sigo sin ir al bar.
El lunes entramos en la fase 2, y eso a pesar de los padres y niños irresponsables a los que nos escupían los inquisidores de balcón.
Hablando de esto, llevo un par de días pensando si me falta algún personaje en mi sociología, pero no caigo. Creo que mañana haré el esperado compendio de especies para comprobar que no se escapa nadie.
Si os preguntáis por mi evolución en geometría, os diré que sí que he avanzado. A este paso, en septiembre apruebo. Tercero de Primaria, dicen todos, es muy duro.
Día 71. 1689 horas y 37 minutos de encierro. Sociología del encierro.
‘El inquisidor de balcón’: al principio te miraba mal si salías tarde (o no salías) a aplaudir y que luego se dedicó a escupir en los paseos de niños, más tarde hacía fotos a los runners que no iban solos y ahora graban vídeos de bares. ‘El agorero’: es los que, cuando sacan cifras de pocos contagios salta con “esto no es nada, se va a disparar”, “ya verás cuando salgan los contagios de los niños”, “es que no se hacen tests”, “claaaro, es que es fin de semana”, “hay miles de contagiados en sus casas”, etc.
‘El confinado feliz’: podría perfectamente pasarse tres meses en su casa grabándose videos, haciendo gimnasia y viendo Netflix.
‘El confinado psicópata’ es su opuesto. También es feliz porque encerrado no tiene que hacer vida social.
‘El confitado’: ha dedicado todo el confinamiento a pintar arcoiris y a aplaudir con lágrimas de emoción. Es todo dulzura, como su propio nombre indica, y para él el encierro ha sido el cambio más importante de la Humanidad desde el descubrimiento del fuego. Aún no ha salido a la calle para descubrir hasta qué punto se equivoca.
‘El escéptico’: le da igual lo que le digan porque no se cree nada. Habrá estado viendo la tele y diciendo: “claaaro”, y luego: “Sí, claaaro. Venga ya”. ‘El changuenero’: recoge firmas en Change para que el estudio se haga con TODA la población mundial, o cosas por el estilo, porque este personaje ha dedicado todo el confinamiento a recoger firmas para las cosas más inverosímiles: la pobreza en el mundo y la paz mundial (esas fueron antes del Covid), no a los murciélagos chinos, destituyamos a Sánchez, echemos del PP a Casado, una vacuna Ya…
‘El epidemiólogo’, que es de lo que más hay, analiza cada día las gráficas de prevalencia provinciales y saca conclusiones sobre la extensión de la pandemia en los próximos 50 años.
‘El adivino’: sabe perfectamente lo que va a ocurrir en los próximos días con respecto a contagios u hospitalizaciones, movimientos políticos y acuerdos sociales, y si no da igual porque siempre dice: “Lo sabía”.
‘El machote’: Sale sin mascarilla, nunca esquiva a nadie e incluso da la mano y abraza a quien se deja. No le tiene miedo a nada porque es un machote y lleva siempre la misma ropa.
‘El paparachi’: es una versión del inquisidor de balcón, pero a ras de suelo. Este, además, se dedica a sacar fotos de todo tipo de incumplimientos, o lo que él piensa que lo es, y las publica en las redes sociales.
‘El cochinilla: es todo lo contrario al machote. Cuando sale a la calle se encoge hasta permanecer como una croqueta. Casi inerte, procura no rozarse con nadie. Va siempre mirando al suelo, agazapado, y si alguien pasa en cinco metros a la redonda se pone redondito para que no lo toquen.
‘El vigoconfiréxico’: Es el confinado que no solo no ha engordado (rara avis) sino que encima se ha petao aún más de lo que estaba. Como digo, es una especie extraña pero fácilmente distinguible porque siempre va en tirantas.
‘El confinaíto’ es un tipo aparentemente normal, pero sigue confinao aún después de la desescalada. No lo hace por miedo, sino porque en su casita está calentito, agustito, tranquilito.
‘El sabatino’ es el único especimen que se traga cada sábado desde hace 60 y pico días el discurso de ‘el Presidente’. Puede ser amigo o enemigo, pero se lo traga, y si no puede verlo en directo se lo graba para luego soltar su loa o su diatriba en las redes sociales o, los más recatados, durante la sobremesa.
’El simonero’: son legión, casi religión. El personaje en cuestión cuenta las horas entre rueda de prensa y rueda de prensa del doctor más famoso de la era de la babucha. Lo escucha y sonríe casi de forma inconsciente. Lo adora. Por supuesto que hay antisimones, pero no son una especie en sí misma.
‘El hiperactivo’: es el confinado que se ha pasado el encierro haciendo cosas sin parar: ahora pinto la reja del balcón, ahora aprendo claqué, ahora ordeno la ropa, ahora restauro un mueble, ahora arreglo una puerta…
‘El soñador’: ha pensado que, aprovechando el encierro, iba a hacer lo mismo que ‘el hiperactivo’, e incluso más, pero no ha hecho nada.
‘El artista de la pista’: durante el encierro ha salido del armario del arte para mostrar al mundo sus cualidades, habitualmente centradas en el mundo de la música (un ejemplo: mi trompetista desafinador).
‘El realfooder’: es un tipo al que le ha dado por comer sano en un mundo en que todos comíamos mierda, pero que ha salido a la calle igual de gordo que el resto.
‘El cocinitas’ no es, ni de lejos, como ‘el realfooder’. Se trata del personaje que ha matado el tiempo cocinando cosas que no había hecho nunca. Ojo, que ahí es donde está la gracia. Porque cocinillas hay, pero ‘el cocinitas’ ha intentado crear, innovar, aunque la inmensa mayoría de las veces le ha salido una mierda (ejemplo: mis churros). Todos hemos sido un poco ‘el cocinitas’ durante el confinamiento.
‘El rebrote’: aunque siempre ha estado latente, este personaje nació con la fase 0. Su preocupación siempre es la misma: “ya veréis con rebrote”. La diferencia con el agorero es que para este último todo se hace mal, y el rebrote solo habla de rebrotes. Niños a la calle: rebrote; mayores y runners: rebrote; bares abiertos: rebrote. Y así todo.
‘El comebulos’. Es un especimen confinado que abunda especialmente en las redes sociales, aunque también podéis verlo en vuestro hábitat natural si prestáis atención. Su diversión en este encierro ha sido compartir todo tipo de noticias falsas, venga de donde vengan, e incluso es lo único que se cree. Las de verdad son, para él, mentira.
Conviene aclarar que en la Sociología del Encierro nada es permanente ni excluyente. Puedes ser de dos o incluso más tipos, y también haber sido uno y más tarde otro. Aunque todos los especímenes aparecen en masculino, es aplicable a ambos sexos.
Día 72. 1713 horas y 30 minutos de encierro. Este fin de semana he estado con más gente que de costumbre. La nueva normalidad consiste en que todos somos gordos. He estado pensando que si el estudio aquel decía que de media íbamos a poner 3 kilos, como los hemos puesto todos, nos contrarrestamos y es como si no hubiéramos engordado nada (los runners, afortunadamente no han tenido tiempo de adelgazar), lo cual está muy bien. Además, llevamos mascarillas. Tengo la teoría de que las hemos acogido de tan buen grado porque nos tapa la papada y así parecemos como antes.
Hoy hemos disfrutado de un día en El Rompido, con una vana esperanza de libertad y relajación. Hoy, como siempre, mil ‘papi’, esta vez con la intención de que metiera en el agua con ellos, luego para que mirara tal o cual pirueta, luego unas gafas de buceo, luego una toalla… Y así todo el tiempo. Por un momento, por cierto, me dio hasta miedo echarlos al agua, no fuera que se me multiplicaran los Gremlins.
Día 73. 1734 horas y 50 minutos de encierro. Casi 21 horas en Fase 2. A veces, para ver las cosas con perspectiva, me salgo de mi cuerpo, como Santa Teresa pero en plan mundano, y las observo de lejos. Viene bien alejarse de uno mismo porque te quitas ruido, y eso ayuda a comprender las cosas. Pues eso, hoy lo he hecho y he observado a gente con mascarillas, llevándolas como si fuera algo normal. Sonriendo únicamente con los ojos, hablándose desde lejos. Y de golpe he recordado todo lo que ha pasado. No es que lo haya olvidado, pero es que así, desde fuera, se ve mucho mejor. La sorpresa, la resignación, la angustia, la extraña sensación de irrealidad, la libertad amputada y, sobre todo, se ve muy bien el miedo. Yo he sentido miedo. Todos lo hemos sentido, en mayor o menor medida, porque no hay amenaza peor para el hombre -el ser humano, quiero decir, no me seáis quisquillosas- que la que se cierne sobre nuestro bien más preciado: la vida. La nuestra y la de los demás. Nuestros hijos. Nuestros padres. Para que no nos volvamos locos, nuestro cerebro, que es muy listo, lo afronta de dos maneras: evadiéndose, cuando caen los truenos, y olvidando, cuando pasa la tormenta.
Empecé el ‘Día 1’ como una broma. Un viernes cualquiera, o casi, aún sin estado de alarma ni confinamiento decretado, después de cinco horas con los enanos a tope, como muchos otros días. Luego se complicó la historia. Nos encerramos, se vaciaron las calles, veíamos a los amigos o a la familia a través de una pantalla, respirábamos en un balcón, moría gente. Así que mi cerebro empezó a lo suyo: “oye, vamos a evadirnos”, me dijo, y me puse a pensar estupideces, trocherías, ideas, experiencias. Y a escribirlas para alejarme, y procurar alejar a quien quisiera leerlas, de una realidad dura y extraña, insegura. Me gustaría que cerrarais los ojos (ahora no, claro, que estáis leyendo), escucharais esta canción (que adoro) e hicierais el esfuerzo de recordar. Recordar con optimismo. Esto que ha pasado ha sido una de esas cosas malas que la vida nos trae de vez en cuando. Esta canción viene a decir, entre otras cosas, que la vida es un paquete de regalo que recibimos cada mañana. A veces lo que vemos cuando lo abrimos no nos gusta nada, y otras veces nos emociona o nos hace gritar de alegría. Celebremos, recordando todo lo que ha pasado para no olvidar lecciones, que seguimos aquí, abriendo paquetes, con la ilusión puesta en que, si el regalo de hoy no nos gusta, puede que el de mañana sí. Y vivamos sabiendo que si no hubiera regalos feos nunca distinguiríamos los bonitos.
Lo importante: no las olvidéis. No les deis patadas de esas que las dejan bajo la cama. Esta vez abridles vuestro armario y colocadlas en el sitio donde más brillen. Estuvieron ahí para vosotros cuando nadie más lo estaba, así que no las abandonéis ahora. Vuestras babuchas son vuestras amigas.
Hasta la próxima pandemia.
La nueva normalidad. Episodio 1. La gente monta fiestas rocieras en las casas. Los oigo desde la calle con sus guitarritas y sus sevillanitas, y los imagino comiendo gambitas y jamón, y bebiendo cerveza. Los pobres. Es normal, es la época. Como cuando en Semana Santa colocaban marchas y quemaban incienso y mi vecino el trompeta tocaba La Saeta de Serrat. La gente hace en sus casas las cosas que les gusta y que el putoviru les ha quitado: El Rocío en casa, la Semana Santa en casa, la romería del pueblo en casa, la Feria en casa… Nosotros tenemos el cole en casa. Pura felicidad.
Ahora dicen los expertos (en los que sabemos por experiencia que podemos confiar sin reservas) que cuando fumo echo putoviruses a mansalva envueltos en el humo y, claro, mi imaginación se dispara y lo imagino como el humo negro de Lost, ese que se movía a su bola y mataba gente. Mi humo negro atrapa y contagia a los viandantes desde el segundo A, porque, claro, en la calle no puedo fumar con la puta mascarilla. Tampoco puedo respirar, así que qué más da. Creo que la nueva normalidad consiste en asfixiarnos a todos antes de que nos coja el bicho.
La nueva normalidad. Episodio 2. Ya fui a un bar. No era MI bar, pero sí un bar, al fin y al cabo. Ponerse fino de cerveza y chocos no es nuevo, así que no vale como nueva normalidad. Sí que lo es llegar al lugar en cuestión con los amigos o la familia (no más de 15, claro) envueltos en mascarillas. Y más aún cuando, al sentarse, como hay que comer (con su evidente lógica, que no negaré porque probablemente yo mismo di la idea al amigo Illa con aquello del atún al ajillo) nos despojamos de las cadenas mascarilleras y nos sentimos libres.
¡Buah! Es una bacanal. Todos con sus caras al descubierto, sus buenas papadas criadas a la sombra en dos meses de buen yantar, sus salivillas y sus mocos al hablar y reír… Lo de antes, vaya. Pero todo se acaba. Llega el tétrico momento de levantarse (el de pagar ya pasó), volver a colocarse la mascarilla y retomar la seriedad que la situación pandémica requiere. El bar es un maravilloso paréntesis en todo esto. Bueno, si te contagias con tanta salivilla, ya no tanto, pero contamos con que no va a pasar.
Ayer vi por primera vez en la calle a mi vecino el rencoroso. Me saludó efusivamente, con una enorme sonrisa, y pensé en que no se alegraría tanto si lo tuviera de amigo en el Facebook. Pero oye, me dio gusto verle en libertad. Al jodío.
La nueva normalidad. Episodio 3. Hoy ha ocurrido algo triste. Esta mañana me asomé al balcón. Con mi pijamita hecho de retales, mis babuchitas y una sonrisa en los labios que se fue diluyendo como un azucarillo en el café cuando vi todos esos balcones, antaño llenos de vida, tan vacíos y desalmados como antes de antes. Hubo algún rezagado luego, pero se asomó bien vestido con sus vaqueros, sus zapas y su camiseta, como si hace un mes no lo hubiera visto riendo con sus slips (no quiero decir que riera con ellos, sino que era lo único que llevaba puesto el hombre). Todo está cambiando ya, volviendo a esta nueva normalidad en la que lo único nuevo es que estamos más tranquilos en los bares y en las tiendas y que llevamos mascarillas. Por cierto, que hay un detalle del que no me había percatado hasta hoy. Mi móvil no me conoce. Ya me pasó el año pasado, cuando me pillé las lentillas, que me tiré un mes pensando que el reconocimiento facial estaba escacharrao. Pues eso, ahora me pasa con la mascarilla, que el chaval no me ve y, claro, no desbloquea. Y si llevo los guantes del súper, esos creados por el mismísimo demonio, pues tampoco va la huella. En fin, cosas de la nueva normalidad. He leído que van a darle a los sanitarios el Princesa de Asturias de la Concordia. Hombre, un premio merecen, no lo voy a negar, pero llevo un mes viendo vídeos de sanitarios mosqueaos llamándonos hijosputa mínimo al resto de españoles. Que tampoco digo que no tengan razón, pero joder, la Concordia precisamente… Claro que seguramente la mayoría de esos vídeos serán falsos, algo muy propio de nuestro amigo ‘el agorero’. Bah, merecido sea… Paseando por la calle he visto este cartelito que ahí os dejo para la posteridad. Fuck Covid. O sea, putoviru en inglé. Una maravilla.
La nueva normalidad. Episodio 4. Es curioso el putoviru. Cuanto más tiempo echamos en los bares menos casos hay. Yo creo, y estoy seguro de que es la deducción más esclarecedora de todas las que se han dado en estos meses, que la cerveza lo mata. Así que cuantas más cervezas, menos putoviru. Mi teoría se amplía y refrenda con un tercer elemento: los chocos, lo cual explicaría los datos de incidencia de la pandemia en Huelva. La fórmula sería: C+Ch=-(P), dónde C es ‘cerveza’, Ch es ‘choco’ y P, ‘putoviru’. Por tanto, a más cervezas y más chocos, menos Covid (léase Coví o Cóvi, al gusto).
Ah, que no se me olvide, hablando de putos: Jaime sigue sin perdonar a ‘el presidente’. El otro día volvió a darle pal pelo cuando le preguntaron, imagino que por tirarle de la lengua, qué pensaba del Sr. Sánchez. Eso ocurrió durante unas horas en las que estuvimos solos, felices, tranquilos, por primera vez en 86 días (que se dice pronto) sin Gremlins. A punto estuve de largarme sin mirar atrás, pero luego recordé que había que terminar un par de tareas y paso de que me suspendan.
Me despido con un aviso: últimamente doy abrazos, o hago el conato, más para ver la cara de la gente que por el hecho de abrazar, así que si me veis y no queréis abrazo será mejor que os vayáis o me pongáis el cartel de Simón diciendo que nones, que ya sabéis que eso me puede.
La nueva normalidad. Episodio 5. Me agarro con nostalgia, cual clavo ardiendo, a mi vecina la señora mayor. La saludo cada noche, en mi penúltimo cigarrito. Charlamos un poquito. Los niños tal, pues yo cual, me han limpiao la casa, buenas noches, buenas noches. Y así. Es lo que me queda de la pandemia, porque los carteles ya no cuelgan de mi balcón. He visto fotos de arcoiris tirados junto a un contenedor, como un último bastión caído, pero yo no he hecho eso. He decidido meterlos en la trituradora para no dejar huella porque con lo de ‘puto presidente’ y ‘puto coronavirus’ no me atrevo, que en el CNI son mu listos y paso de mamoneo.
He visto hoy en la tele que cuando nos ponemos la mascarilla oímos peor. Eso me pasa de siempre cuando me quito las gafas y todos se reían de mí, pero se ve que ahora preocupa. Decía en la tele una experta que para escucharnos bien con la mascarilla tenemos que entonar más, hablar con más melodía, y claro, otra vez mi imaginación se dispara y he visto un mundo en el que todos estamos cantándonos, como en un musical: 🎶🎶 Hazme un muñeco de nieeveeee. 🎶🎶 Dame medio kilo chocooos. 🎶🎶 Esa cerveza no está fríaaaa 🎶🎶. Así, gesticulando y girando sobre nosotros mismos… Sería bonito.
En estos días han hablado ya del cole. De septiembre. Esa es la meta, la luz al final del túnel. Claro que si viene otro brote de esos lo mismo lo cancelan, dicen, pero a mí me da igual. El 10 de septiembre, a las 9 en punto, Jaime y María estarán en la puerta del colegio pase lo que pase. “Papá, que está cerrado”, me dirá alguno. “Vosotros esperaos, que ya abrirán”, responderé mientras me giro y me largo. Sin mirar atrás.
La nueva normalidad. Episodio 6. En este primer día de vacaciones de verano, sin cole en casa a la vista, después de un baño en la piscina y con una cervecita en la mano quiero acordarme de todos los que aún no han ido al bar, de las babuchas, de las bicis estáticas y, por supuesto, de los que compraron una tele con 3D.
La nueva normalidad. Episodio 7.
-Qué… ¿Te lo dije o no te lo dije?
Preguntaba con medida sonrisa, en parte sarcástica y en parte asustada (en conjunto se diría que casi victoriosa), mi amigo ‘el rebrote’.
-No será porque no lo he avisado -decía, burlón, ‘el agorero’, moviendo un fino palillo entre los dientes.
En su cruzada contra los incumplimientos, ‘el inquisidor de balcón’, nos contaba, había hecho más de mil llamadas a la policía y la Guardia Civil (incluso al Ejército, juraba, y una vez al mismísimo doctor Simón):
-Pero nadie me ha hecho caso, y ahora estáis viendo lo que pasa con tanto abrazo y tanto beso -sentenciaba, sin mascarilla y bajo una cortina de humo de váper.
La nueva normalidad consiste en aguantar a estos tres cada vez que el putoviru hace acto de presencia. Yo lo asumo, estoico. Los escucho y callo mientras oigo el griterío de los Gremlins y pienso que nada ni nadie me impedirá lo del 10 de septiembre. No huí entonces por cobardía, pero esta vez lo haré. No miraré atrás. María pasa a Primaria, de modo que no tengo ni que esforzarme: Los dos en la misma puerta, a las 9 en punto. O a menos diez, si me apuras.
A todo esto, ya se ha graduado. Interactivamente, a través de un vídeo, y yo me cago en el putoviru por habérselo fastidiado. En el putoviru y en su puta madre. Si es que tiene, que no conozco, como ‘el epidemiólogo’, la biología ni la genética del bicho. Del cabrón.
La nueva normalidad. Episodio 8. 100 pavos te cascan desde mañana si estás sin mascarilla. En casa, de momento, no hace falta tenerla puesta. En los bares sí, y además no dice la Junta que te la puedas quitar pa comer, así que al final voy a tener razón y vamos a tener que hacerle un bujerito. Ya me veo vuestras lustrosas mascarillas fpp2 llenitas de alioli y salsa verde, con restos de cerveza y de tinto con casera, miguitas de pan y trocitos de rosco. El putoviru no lo vamos a coger, pero la salmonela está garantizada.
Tampoco podremos fumar por la calle, salvo que usemos el mismo bujero que pa comer, no en vano en la vida real la boca es también un bujero compartido donde metemos el cigarrito lo mismo que los chicharrones. Yo no tengo problema. Mi mascarilla de diario es tan mierda, tan mala, que puedo fumar con ella puesta. No es fantasía, lo he probado y hay testigos. Me estaba preparando para lo que venía, que yo soy muy listo.
En vista de que será parte de nuestro atuendo diario, he decidido hacerme mis propias mascarillas. Blanquitas y con nuestro #putoviru serigrafiao, así que si alguien sabe, o conoce a alguien que sepa, hacer un logo chulo, que me lo pase. Si os animais, encargo más y llenamos Huelva de #putoviru. Previo pago, claro, que os recuerdo que soy un autónomo tieso sin subvención que se lo gastó todo en tinta de impresora.
Enorme!!! Gracias por compartir tu diario!!
Gracias a ti por leerlo!
Genial! Como siempre.
Un testimonio con todo detalle y para releer dentro de un tiempo porque nos parecerá mentira que hayamos pasado algo así.
A ver si te animas y continúas. Un diario ahora no te pediría yo pero algo en plan ‘ epistolar’, por ejemplo? De estos tiempos rarostiemposextrañospalapeñaenesteplaneta.
Postdata: No me pegue.
Esto da para cien libros