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La última bala

Sobre la pared, junto a un cajero automático, pegada con dos trozos de celo y escrita a mano en una pequeña hoja de libreta de una raya. Con trazo largo e inclinado, de cuaderno de caligrafía -como la letra de las madres-, la nota decía: “Se ofrece para todo tipo de reformas: pinturas, albañilería, fontanería. Pedro. Trabajo en la construcción desde los años 70”. Puede que haya cien mil notas así, quizás un millón. Puede que las haya visto, tú también, al pasar por la acera. Incluso puede que las hayamos leído con más o menos interés. Todos lo hacemos alguna vez. Deslizamos la mirada,  giramos y seguimos.

Pero esta vez no. Esta vez vi la letra de un hombre y lo imaginé escribiendo decenas de notas así. Toda la tarde, sobre su mesa camilla, apretando el bolígrafo una y otra vez. Escribiendo lentamente, para que se lea bien, con la ilusión de pensar que ha sido una gran idea y que, al fin, conseguirá que alguien lo llame para hacer una pequeña obra, y que con el dinero que gane podrá pagar los recibos de la luz pendientes o la cuota de aquel préstamo tan inoportuno. Al fin, piensa mientras apura la libreta, se sentiría útil de nuevo.

Probablemente, Pedro no leerá este blog, pero me gustaría contarle lo que siento cuando lo imagino a las puertas el Inem, o del SAE, negando a Dios y al Diablo. Maldiciendo, mientras pasea cabizbajo camino a casa, su mala suerte, que no quiso darle nunca una segunda oportunidad. Restregándose las manos, doloridas de escribir con aquella letra tan cuidada. Una letra de esperanza.

Me gustaría que supiera que lo entiendo, que sé que se siente solo un número entre otros cuatro millones de números, que su Gobierno y su banco lo engañaron cuando le decían que todo iba bien, que tendría una preciosa casa nueva y un coche, que su pensión estaba asegurada, que sus hijos encontrarían trabajo porque tenían un máster y becas Erasmus, que en pocos años podría jubilarse y entonces todo sería perfecto porque su futuro estaba asegurado.

Entiendo que ahora se sienta triste y decepcionado. Triste, porque el trabajo diario de toda su vida ha servido sólo para dos años de caridad. Porque durante todo ese tiempo anduvo de un sitio a otro buscando un nuevo empleo, días enteros de pueblo en pueblo a la espera de un milagro que no llegó, esperando que por una vez el destino, siempre de espaldas, le diera la cara. Porque hace meses que el único dinero que entra en casa es el de los amigos y los vecinos, porque su mujer no puede dormir, porque su hijo no puede salir, porque quieren quitarle su casa, porque, por más que mire, no ve ninguna salida más que esas pequeñas notas pegadas en las paredes de la ciudad. Decepcionado, porque siempre confió en la política. Porque pensaba que nunca se olvidarían de la gente como él, que un parado nunca se convertiría en el último recurso, en un estorbo. Tampoco hubiera imaginado, antes de hoy, que le iban a joder la jubilación, o que le robarían la posibilidad de una ayuda pública para dársela a los bancos. Ni que sus representantes, tan señoritos, iban a negarse a viajar en clase turista, ni que el recibo de la luz se le multiplicaría por dos. No pensaba que las diferencias entre la izquierda y la derecha se solaparían, tan rápido, a golpe de finanza, rating y deuda externa. A golpe de talón, como siempre. Como todo.

Así que Pedro, a punto de gastar su última bala, sondea en la ciudad si seguimos necesitados de su habilidad y experiencia. “En la construcción desde los años setenta”, dice la nota, mientras el resto, los que tenemos la fortuna de seguir trabajando, la leemos de soslayo con la tranquilidad que dan los euros en la cartera, sin pararnos a pensar en cómo seguimos aguantando que haya gente como él. En cómo podemos ir por la calle sin indignarnos. O sin que se nos caiga la cara de vergüenza.

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4 Comments

  1. A alguien que vive en la cuerda floja como un servidor, a un paso de ser estrella invitada en Callejeros o, peor todavía, en Sálvame, cada uno de esos papeles que son gritos adheridos a una pared le arrancan un pedazo de alma.

    Debajo de la rutina, al lado del café y la risa en el bar, junto a la compra del periódico del día, escondido cerca del rato en el parque con los niños que estrenan zapatos, pegado a la firma del crédito del coche, fluye un río de aguas negras en las que, como en las de Caronte, sólo has de bañarte una vez. Una vez que las pisas, al hundir en ellas las plantas de tus pies, la corriente te arrasta sin remedio a albañales, a pantanos lóbregos, a lodazales en los que nunca brilla el sol.

    Un tropiezo y al arroyo.

  2. Grande, muy grande, directo al corazon y al interrumptor de la indignacion que tan escondido lo tenemos. A mi se me ha encendido. El 15 de mayo, este domingo, saldre a la calle. Por Pedro. Por mi. Por todos.

    1. Gracias, Teresa. Es bueno indignarse, y lo es mejor aún en situaciones como la que vivimos ahora. Al menos, que sepan que sabemos lo que pasa. Que no somos tontos. Un abrazo.

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