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La vigésima noche

LámparaDejó la taza vacía, aún caliente, sobre la mesita llena de dibujos y pinturas, y cogió su viejo Kindle. Hacía mucho que no releía Los Tres Mosqueteros, y por alguna extraña razón llevaba días pensando en ellos. Athos, Porthos, Aramis y el joven D’artagnan estaban llamando, toc-toc, a su cabecita inquieta, al avispero en que se habían convertido sus pensamientos. No encontraba una forma mejor de vaciarlos, de dejarlos blancos, limpios, que leer a Dumas esa noche.

Había sido un día largo. Cuando salió del garaje hacia casa ya se había hecho de noche. Casi no había visto el sol ese miércoles. Ejecutó como un robot los movimientos que repetía cada día durante las últimas semanas. Es curioso -pensó- que ya casi no recordara lo que hacía antes, como si antes no hubiera existido. Retiró los plásticos de los asientos, pasó un paño con desinfectante al volante, la palanca de cambios, el freno de mano, los tiradores de la puerta y los botones y mandos del salpicadero, arrancó de su cuerpo las bolsas que lo envolvían, se sacó los guantes y la mascarilla y lo metió todo en dos bolsas de basura que echó al contenedor, bien cerradas, antes de ponerse unos guantes nuevos y tomar el corto camino a casa. Luego, con cuidado de no rozar puertas ni paredes, se metió corriendo en el baño.

Últimamente sus duchas eran incluso dolorosas. Se frotaba con fuerza mientras el agua caliente (muy caliente) enrojecía su piel. Se enjabonaba y desenjabonaba una y otra vez, de forma compulsiva. Luego se secaba con cuidado y, en silencio, echaba el uniforme y los zuecos a la lavadora. Solo entonces entraba en el salón a saludarles. A besarlos y abrazarlos con miedo mientras sonreía, a veces sin ánimo, y les decía que todo iba ñ bien o les preguntaba cómo se había portado papá o qué tal las tareas o la peli que iban a ver hoy o si habían leído los nuevos libros que compró en el kiosko de al lado de casa. Esa noche no pudo hacerlo. Tomás y Carlos dormían ya, derrotados después de haber vivido otra vez el mismo día. Pasaba una y otra vez por el mismo párrafo. “El primer lunes del mes de abril de 1625, el burgo de Meung…” mientras pensaba en todo aquello. ¿Qué pasará con ellos? -se preguntaba- ¿Cómo les afectaría pasar un día y otro día haciendo lo mismo, sin amigos, sin colegio? En las últimas noches, y esta no sería una excepción, había tenido que levantarse de madrugada para consolar los malos sueños de uno o de otro, o de ambos. Las pesadillas con las que, suponía, sus hijos desmenuzaban los miedos y la ausencia de certezas de aquellos días. Los asumían a su manera.
Otros, los mayores sobre todo, lo hacían golpeando paredes o gritando, o lanzando objetos contra el suelo. Cantando, riendo, bailando… Ella lo asimilaba convirtiéndose en un autómata. Haciendo lo que estaba programado, sin más pretensiones: “Lo siento, señora, no puede entrar. Vaya para casa y la llamaremos”, pronunció aquel día, casi sin pestañear, ante la mujer que trataba de hacerse paso junto a la camilla donde asistían a su marido. Era mayor, de unos 70. Parecía intuir, y no se equivocaba, que esa iba a ser la última vez que lo vería. Asentía, con los labios torcidos, como buscando la palabra adecuada, o quizás amordazando un grito: “No te olvides, por favor” -rogaba avanzando por el pasillo. La observó mientras cruzaba la puerta de Urgencias, cojeando de su pierna izquierda y frotándose las manos, y se acordó de Anita, la vecina de su madre, su vecina, y en cómo estaría viviendo todo esto sola, sin un hijo ni un marido ni un hermano que la llamara una vez al día. De su madre, claro, se acordaba a diario, y aunque sabía que estaba bien cuidada no podía dejar de pensar en que, cuando acabara todo, ya la habría olvidado del todo. Probablemente ya no sería más Carmen, la pequeña, sino una silueta borrosa en su diminuta memoria.

Y entonces, en la vigésima noche, por fin, rompió a llorar, abriendo y cerrando la boca con gemidos callados, ahogándolos con la mano. Cada lágrima liberada deshacía un poquito más el nudo que durante tres semanas comprimía su garganta, derritiendo su armazón de enfermera robótica.

Se acurrucó en el sofá y dejó el Kindle en la mesita, sobre la que yacía un folio pintado donde habitaba un monigote con mascarilla y enormes guantes en sus manos azules, que sujetaban un corazón deforme, rojo y brillante, rodeado por un ‘Mamá’ escrito con letras redondas y destartaladas. Sonrió y cerró los ojos con la esperanza de que al día siguiente pudiera darles un beso de buenas noches.

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