Tan solo fue un pequeño despiste. Un milisegundo y, de repente, todo se iba al traste. Caía en picado.
Al principio fue bien. Mantuvo el avión estable tirando de las palancas con todas su fuerzas. Manejó los flaps con la soltura y pericia que sólo sus muchas horas de vuelo permitían, controlando como pudo el bloqueo del estabilizador. Hasta que se rompió.
Luego trató de hacer como aquel vuelo de la peli, poniendo el aparato panza arriba con la esperanza de desacelerar la inevitable colisión con el agua. Ocho kilómetros de caida libre y más de doscientas toneladas: el océano iba a convertirse en un muro de acero contra el acero.
Así que lo abandonó a su suerte. Y pensó en los vuelos que nunca haría. Y en los 450 pasajeros que iban con él. En sus vidas, en sus familias. En la suya. Pensó en sus padres. Pensó en sus amigos. En todo lo que le quedaba por hacer: las ciudades por conocer, los paseos por dar, los buenos momentos que no volvería a tener nunca. En los malos. En los ratos en el bar del barrio… Pensó en su mujer. En su cara y su sonrisa. En sus besos. Y pensó en el hijo que nunca conocería.
Entonces, lloró. Soltó el mando y cerró los ojos. Esperando el momento de la colisión.
“Ya has vuelto a hacerlo, imbécil” -se abroncó, cuando todo había acabado.
Se levantó del sofá y apagó, enfadado, la consola.