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La vergüenza de Europa

Equis hacía su ronda de la sobremesa por las calles de Puebla de Don Fadrique. Lo vio, de nuevo, al pasar junto a la casa. Sacó su arma reglamentaria, le propinó un tiro en la cabeza y tiró su cadáver al contenedor de basura más próximo. Fin del problema. Coque era un perro pequinés. Aquella tarde dormía en la puerta de entrada a la vivienda de su dueño y era “un peligro”, de cuatro kilos, que había que eliminar cortando por lo sano. A Equis, dos años y pico después, el asesinato de Coque le va a costar 600 euros, que es la multa que le ha puesto la Audiencia Provincial de Granada. No se crean que es poca cosa: las organizaciones de defensa de los animales se han felicitado porque la sentencia considera al perro “un animal, y no un objeto”. 600 euros por matar a sangre fría a un perro es un logro en un país en el que maltratar animales suele salir gratis.

A menudo me avergüenzo de ser español. Me pasa con algunas cosas, por ejemplo con la incultura, la indolencia o la pereza generalizadas, pero muy especialmente con el trato que damos a los animales. Tengo una teoría sobre todo esto: un pueblo es más civilizado, más humano, cuanto mejor cuida a sus animales. Formulado al revés, el maltrato animal es, claramente, una señal de que algo falla: ningún animal en su sano juicio mata por placer, salvo nuestra especie.

En España abandonamos a 200.000 animales domésticos cada año. Encabezamos el ranking en la Unión Europea. Triste récord. De esos animales que dejamos en la calle, solo un 7% son adoptados. El resto muere de inanición o frío, atropellados y envenenados. O de un tiro en la cabeza. Eso cuando no los llevamos, todo muy legal, a una perrera en la que terminan oficialmente gaseados o drogados hasta la muerte.

Los españoles somos (me incluyo, por español, que no por lo otro) especialmente crueles con los animales. Unos auténticos hijos de puta capaces de dejar moribundo a un perro a base de patadas o de echar un saco de gatos al agua sin el más mínimo remordimiento. Debe ser algo cultural, genético. No cabe otra explicación si nos preguntamos por qué no se mueve absolutamente nadie de los que pueden hacer algo para cambiar esto, por qué no se cambian las conductas, las leyes y los reglamentos. Por qué supone tanto problema que las administraciones y partidos políticos dediquen cinco minutos de su tiempo a abordar este problema. Seguramente será porque no nos preocupa lo más mínimo.

Pues muy bien, pero debéis saber que somos la vergüenza de Europa, que nos ha dado ya más de un toque de atención. No es para menos. Ahorcamos galgos con la misma sangre fría que programamos matanzas de venados, conejos o perdices, y las llamamos deporte. Atamos a un perro de por vida a una estaca junto a un plato sucio -y vacío-. Matamos de cansancio a mulos y caballos. Atravesamos a toros con lanzas o los torturamos con banderillas o con dardos, cuando no los envolvemos en una bola de fuego para aplaudir como auténticos enfermos mentales cuando los vemos corriendo, asustados, por las calles de nuestro precioso pueblo, desde cuyo campanario lanzamos a una cabra hacia el suelo. Hacemos alarde de fuerza arrancando la cabeza a una gallina que colgamos, boca abajo, en un cable; lapidamos a ardillas y palomas o cabalgamos, borrachos como cubas, a un burro mientras todos los vecinos del pueblo lo zarandean, le lanzan petardos o le gritan (y estos sí lo son) como animales salvajes.

Hay casos terribles, como el de Schnauzi o los “días de exterminio” de Torremolinos, y otros más habituales, como cuando hacinamos a los animales en las sucias jaulas de las perreras municipales que pagamos todos, o cuando ponemos de patitas en la calle a nuestro perro de cinco años porque al niño ya no le hace gracia. Todos ellos, y cada uno, son una patada en los huevos de la humanidad (cualidad) de un país que nunca llegará a ser realmente civilizado mientras siga ejerciendo y consintiendo el maltrato animal y el abandono.

Tengo la certeza de que una educación basada en el respeto a lo que nos rodea, en el amor a la Naturaleza, construye mejores personas. Puede que me equivoque, pero creo que ninguno de los que han apaleado a un burro, abandonado a un perro o pateado a un gato. Ninguno de los que maltrataron, o mataron, a un animal los ha mirado nunca a los ojos. Al menos a mí, que tengo la suerte de ver un par de ellos cada día, no se me ocurriría maldad mayor que herirlos.

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