Tan valiente y tanto miedo.
Cierra su maleta, alegre y desconsolado. Reteniendo firme, prieto el ceño y encogida la nariz, la lágrima que suplica una liberación que no llega.
No es momento ahora, se dice a sí mismo mientras avanza hacia el salón en el que se ha ido convirtiendo en un hombre.
Atrás quedaron los duros años de esperanza vana. Queda atrás, incluso, el enfado de sentirse fracasado, la frustración por no encontrar lo perseguido. Ahora solo hay desencanto e ilusión a partes iguales, dividido sentimiento, raro gesto que recibe a sus padres que lo esperan, de pie, junto a la puerta.
En silencio. No hay palabras ahora. No hacen falta.
Luego, ruidos de trenes y timbres, avisos de idas y llegadas. Abrazos, besos y consejos. Vías infinitas. Traviesas que parecen multiplicarse, apareciendo y desapareciendo de la nada una y otra vez, como una espiral girando sin parar hacia un confuso e incierto destino.
Para él no habrá tiempo, casi. Sólo prisa despistada. Un amargo y excitante camino por lo desconocido. Como un corredor del maratón perdido en las calles de la ciudad, buscará a tientas un asidero que lo traiga a los lugares comunes. Así que, entre paneles y embarques, entre carreras y avisos, sólo puede agarrarse a ellos. Y piensa en si estarán tristes, o si estarán enfadados. En si estarán decepcionados por no haber sido capaz de conseguir lo que querían para él. Si lo creerán culpable por no haberlo puesto todo. Por tener que marcharse.
Para ellos, en la casa fría y callada, ahora sí. Ahora que se ha ido, es tiempo de llorar lo que se guardaron apretando fuerte los ojos en los puños. Es tiempo de preguntarse cómo se sentirá. Si estará triste o, probablemente, enfadado con ellos, por no haber sido capaces de darle lo que debían, de hacer lo suficiente, por no haber llegado más lejos. Es tiempo de mostrarse orgullosos y rabiosos y frustrados. De sentirse culpables.
Y mientras él se asusta y ellos lloran, los verdaderos, los que pudiendo hacer no hicieron. Los que, con su cómplice silencio, su simulado enojo o su directa connivencia, lo echaron de su país. Los que lo expulsaron, señalándolo a hurtadillas con el dedo. Los que mintieron, prometiendo premios que no llegaron nunca por un esfuerzo que se produjo siempre. Los traidores, los desentendidos, los bocachanclas del capital intelectual y el estudio y el máster. Ellos, los mercachifles del voto, mientras tanto, siempre ajenos a lo ajeno, agachan la cabeza y miran sus teléfonos móviles. Traidores de su propio futuro. Cobardes sin escrúpulos. Estafadores.
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